La emergencia ligada a la pandemia del Covid-19 ha abierto una nueva fase oscura en la historia del planeta. Italia ha sido la primera golpeada de Occidente, y nuestro Estado se ha visto en posición de experimentar y probar soluciones a las contradicciones creadas por esta crisis mundial. Estas soluciones, con alguna aparente excepción relacionada con las políticas del bienestar, pueden resumirse en una sola palabra: represión. Un ejemplo dramático es la violentísima respuesta a las revueltas en las cárceles.
El incremento de medidas restrictivas que han caído sobre la vida de todos nosotros, con el consentimiento de la mayoría, ha sido impuesto por un dictadura del terror que nos envuelve. Los muertos empiezan a pesar. Pesan al Estado, a los ciudadanos y a nosotros también. Ante esta tragedia, la respuesta del Estado fué clara: oscuridad como opción de confrontación. ¿Los prisioneros están asustados ante la posible propagación del virus en sus celdas? Represión violenta con total cobertura política y mediática; ¿Que los investigadores – esos “chamanes” modernos a quienes confiamos el secreto “totémico” de nuestras vidas – son incapaces de detener el contagio? La culpa es de los individuos que no quieren quedarse en casa. Un ejemplo de esta forma (tan enferma) de afrontar la emergencia es la esquizofrenia política que establece que quienes van al parque son peligrosos propagadores a detener, a pesar de que los lugares productivos tengan que seguir abriendo porque las leyes del beneficio no pueden detenerse. Los parques y playas están cerrados, los bosques son patrullados, pero las catedrales de la economía permanecen abiertas, sin un sólo (autodenominado) exterto que nos dé números de cuántos se infectan en el parque, el mar o el monte, y cuantos se infectan en el metro, autobús o en comedores de sus trabajos.
Un día, los políticos y sus jefes tendrán que pagar por todo esto. El Evento del Coronavirus no es, en nuestra opinión, una catástrofe. No es un fenómeno imprevisto que trastorne todas nuestras convicciones previas. Es un acontecimiento, ciertamente inesperado, que verifica la mayoría de las hipótesis que algunos de nosotros hemos estado desarrollando desde hace algunos años. En primer lugar, el Coronavirus marca definitivamente lo que se ha denominado “crisis de la globalización”. Cierre de las fronteras, suspensión de la mayoría de los vuelos, cuarentena de los barcos como en la época de la Serenísima, amarrados y custodiados en Chioggia. Pero también el cierre de distritos industriales enteros, el colapso de los mercados. El mito de un super-estado europeo que demuestra no estar a la altura, una imponente marioneta frente al jaque mate de Europa. Todo esto ha obligado al Estado a volver a su centralidad, refutando las tesis de quienes consideraban el poder como algo fluido, extendido, fantasmagórico, imaginando una pérdida progresiva de la soberanía en favor de las estructuras supranacionales. En plena emergencia, el Estado se ha mostrado, por el contrario, como el sujeto de la dominación real. Fue el Consejo de Ministros el que dictó los decretos cada vez más restrictivos. Fueron los gobiernos, en orden disperso, sin ninguna coordinación, los que ordenaron que se tomaran las medidas. Cuando las cosas se ponen difíciles, la línea de mando de la dominación es muy precisa y nada fluida: el gobierno, la policía, el ejército, los drones, las denuncias.
A demás de todo eso, los productores se vuelven fundamentales, desmintiendo una vez más a los que se han posicionado a favor de una fácil liquidación del mundo del trabajo. En un momento en el que toda la economía terciaria está paralizada, la continuidad productiva, el esqueleto de toda la estructura social aparece en manos de los explotados. Esto les proporciona una relación potencial de fuerza, inesperada hasta hace unas semanas. Si los individuos que dirigen la producción suspendieran ahora su voluntad de dejarse explotar, toda la sociedad se extinguiría, sería el apagón. Los trabajadores no han desaparecido, como algunos pensaban, sino que han mutado: les han salido branquias. Ya no son sólo terrestres, sino anfibios. Anfibios suspendidos entre los páramos de una tierra en ruinas y la partida hacia un Nuevo Mundo. ¡Deja que se den a la piratería! Y que los sigan los explotadores por las rutas de los mares, en su caso impulsados por la vergüenza, la principal razón que empujó a los adinerados del pasado a la piratería. Y será allí, en las tinieblas, donde ya no habrá diferencias sociales, clases, color de piel, opresión sexual. El botín por el que lucharemos será la supervivencia en una nueva vida comunitaria.
Patricia de la Ville e Ottone Degli Ulivi