Pueblos del mundo,¡un esfuerzo más!

El mundo cambia de base

El shock del coronavirus no ha hecho más que ejecutar el juicio que
pronuncia contra sí misma una economía totalitaria basada en la
explotación del hombre y de la naturaleza.
El viejo mundo desfallece y se derrumba. El nuevo, consternado por la
acumulación de ruinas, no se atreve a retirarlas; más asustado que
resuelto, lucha por recuperar la audacia del niño que está aprendiendo
a caminar. Como si haber llorado mucho tiempo por el desastre hubiera
dejado al pueblo atónito.
Sin embargo, quienes han escapado de los tentáculos mortales de la
mercancía están de pie entre los escombros. Están despertando a la
realidad de una existencia que ya no será la misma. Desean liberarse de
la pesadilla que les ha asestado la desnaturalización de la tierra y de
sus habitantes.

¿No es esta la prueba de que la vida es indestructible? ¿No se
rompen sobre esta evidencia, en la misma resaca, las mentiras de arriba
y las denuncias de abajo?
La lucha por lo vivo desdeña las justificaciones. Reivindicar la
soberanía de la vida es capaz de aniquilar el imperio de la mercancía,
cuyas instituciones son mundialmente sacudidas.
Hasta el día de hoy no hemos luchado más que para sobrevivir. Fuimos
confinados a una jungla social donde reinaba la ley del más fuerte y
del más astuto. ¿Vamos a romper el encarcelamiento al que nos obliga
la epidemia del coronavirus para volver a la danza macabra de la presa y
el depredador? ¿No es evidente para todos y todas que la insurrección
de la vida cotidiana, que en Francia fue presagiada por los chalecos
amarillos, no es otra cosa que la superación de esta supervivencia que
una sociedad de depredación no ha dejado de imponernos cotidiana y
militarmente?

Lo que ya no queremos es el fermento de lo que queremos

La vida es un fenómeno natural en ebullición experimental
permanente. No es ni buena ni mala. Su maná nos regala la morilla así
como la amanita faloide. Está en nosotros y en el universo como una
fuerza ciega. Pero ha dotado a la especie humana de la capacidad de
distinguir la morilla de la amanita, ¡y un poco más! Nos ha armado de
una conciencia, nos ha dado la capacidad de crearnos a nosotros mismos
recreando el mundo.
Para que olvidáramos esta extraordinaria facultad fue necesario que
pesara la carga de una historia que comienza con las primeras
Ciudades-Estado y termina –tanto más rápido en cuanto le pusimos las
manos encima– con el desmoronamiento de la mundialización del mercado.
La vida no es una especulación. No tiene nada que ver con las marcas
de respeto, de veneración, de culto. No tiene otro sentido más que la
conciencia humana con la que ha dotado a nuestra especie para
iluminarla.
La vida y su significado humano son la poesía hecha por uno y para
todos y todas. Esta poesía siempre ha brillado en los grandes
levantamientos de la libertad. Ya no queremos que sea, como en el
pasado, un relámpago efímero. Queremos poner en marcha una
insurrección permanente, como el fuego apasionado de la vida, que se
calma pero nunca se apaga.
Es desde el mundo entero que se improvisan los trazos de una canción.
Es allí donde nuestra voluntad de vivir se forja rompiendo las cadenas
del poder y de la depredación. Cadenas que nosotros, mujeres y hombres,
hemos forjado para nuestra desgracia.
Estamos en el corazón de una mutación social, económica, política
y existencial. Este es el momento de “_Hic Rhodus, hic salta_, aquí
está Rodas, salta aquí”. Esta no es una orden de reconquistar el mundo
del que hemos sido expulsados. Es el soplo de una vida que el
irresistible impulso de los pueblos restaurará a sus derechos
absolutos.

La alianza con la naturaleza exige el fin de su explotación lucrativa

No hemos tomado suficiente consciencia de la relación concomitante
entre la violencia ejercida por la economía en contra de la naturaleza
que saquea y la violencia con la que el patriarcado ha golpeado a las
mujeres desde sus comienzos, tres o cuatro mil años antes de la llamada
era cristiana.
Con el capitalismo de dólar verde, el brutal saqueo de los recursos
terrestres tiende a dar paso a las grandes maniobras de soborno. En
nombre de la protección de la naturaleza ahora se le pone un precio.
Así sucede en los simulacros del amor cuando el violador se viste de
seductor para poder atrapar mejor a su presa. Hace mucho tiempo que la
depredación recurre a la práctica del guante de terciopelo.
Estamos en un momento donde una nueva alianza con la naturaleza
reviste una importancia prioritaria. Por supuesto, no se trata de
encontrar –¿cómo podríamos hacerlo?– la simbiosis con el entorno
natural en el que evolucionaron las civilizaciones recolectoras antes de
que fueran suplantadas por una civilización basada en el comercio, la
agricultura intensiva, la sociedad patriarcal y el poder jerarquizado.
Pero, se entenderá, ahora se trata de restaurar un entorno natural
donde la vida sea posible, el aire respirable, el agua potable, la
agricultura librada de sus venenos, las libertades de comercio revocadas
por la libertad de lo vivo, el patriarcado desmembrado, las jerarquías
abolidas.

Los efectos de la deshumanización y los ataques dirigidos
sistemáticamente contra el ambiente no tuvieron necesidad del
coronavirus para demostrar la toxicidad de la opresión del mercado. Por
otro lado, la gestión catastrófica del cataclismo ha expuesto la
incapacidad del Estado para mostrar la más mínima eficacia fuera de la
única función que puede ejercer: la represión, la militarización de
los individuos y de las sociedades.

La lucha contra la desnaturalización no tiene nada que ver con las
promesas y las loables intenciones retóricas, sean o no sobornadas por
el mercado de las energías renovables. Se basa en un proyecto práctico
que se apoya en la inventiva de los individuos y de las colectividades.
La permacultura que renaturaliza las tierras envenenadas por el mercado
de los pesticidas es solo un testimonio de la creatividad de un pueblo
que tiene todo para ganar destruyendo lo que ha evitado su pérdida. Es
tiempo de prohibir esas granjas de concentración, donde el maltrato de
los animales fue específicamente la causa de la fiebre porcina, de la
gripe aviar y de las vacas enloquecidas por la locura del dinero
fetichizado que la razón económica tratará una vez más de hacernos
tragar, si no digerir.
¿Tienen un destino tan diferente al nuestro estas bestias de carga
que salen del confinamiento para entrar en el matadero? ¿No estamos en
una sociedad que distribuye dividendos al parasitismo corporativo y deja
morir a hombres, mujeres y niños por falta de medios terapéuticos? Una
imparable lógica económica alivia así las cargas presupuestarias
atribuibles al número creciente de ancianos y ancianas. Aboga por una
solución final que impunemente los condene a morir en casas de retiro
que carecen de recursos y de auxiliares de enfermería. En Nancy,
Francia, un alto funcionario de la salud declaró que la epidemia no es
una razón válida para no reducir más las camas y el personal
hospitalario. Nadie lo echó con una gran patada en el culo. Los
asesinos económicos son menos conmovedores que un enfermo mental que
corre por las calles blandiendo el cuchillo de la iluminación
religiosa.
No estoy apelando a la justicia del pueblo, no estoy abogando por
degollar a los villanos del _volumen de negocios_. Solo pido que la
generosidad humana vuelva imposible el retorno de la razón de mercado.
Todas las formas de gobierno que hemos conocido han quedado en
bancarrota, desmoronadas por su cruel absurdidad. Depende del pueblo
implementar un proyecto de sociedad que devuelva a los humanos,
animales, plantas y minerales una unidad fundamental.
La mentira que califica como utopía tal proyecto no ha resistido el
shock de la realidad. La historia ha golpeado a la civilización de
mercado con la obsolescencia y la locura. La construcción de una
civilización humana no solamente se ha vuelto posible, sino que ha
allanado el único camino que, apasionada y desesperadamente soñado por
innumerables generaciones, se abre al final de nuestras pesadillas.
Porque la desesperación ha cambiado de bando, pertenece al pasado.
Todavía nos queda la pasión de un presente que construir. Nos
tomaremos el tiempo para abolir el _time is money_ que es el tiempo de
la muerte programada.

La renaturalización es un caldo de cultivos nuevos en el que
tendremos que buscar a tientas entre la confusión y las innovaciones en
los dominios más diversos. ¿No hemos dado ya demasiado crédito a una
medicina mecanicista que suele tratar a los cuerpos como un mecánico
trata el automóvil confiado para su mantenimiento? ¿Cómo no
desconfiar de un experto que te repara para enviarte de vuelta al
trabajo?
El dogma de lo antinatural, martillado durante tanto tiempo por los
imperativos productivistas, ¿no ha contribuido a exasperar nuestras
reacciones emocionales, a propagar el pánico y la histeria de
seguridad, exacerbando así el conflicto con un virus que la _inmunidad_
de nuestro organismo habría tenido alguna posibilidad de apaciguar o
volver menos agresivo, si no hubiera sido socavada por un totalitarismo
de mercado al que nada inhumano es ajeno?
Hemos sido molestados hasta la saciedad con el progreso de la
tecnología. ¿Para lograr qué? Los transbordadores celestiales a Marte
y la ausencia terrestre de camas y de respiradores en los hospitales.
Seguramente habrá más para maravillarse en los descubrimientos de
una vida de la que ignoramos todo, o casi todo. ¿Quién lo dudaría?
Exceptuando a los oligarcas y sus lacayos, a quienes la diarrea
mercantil los vació de su sustancia y a quienes vamos a confinar en sus
letrinas.

Terminar con la militarización de los cuerpos, las costumbres, las
mentalidades

La represión es la última razón de ser del Estado. Él mismo sufre
la presión de las multinacionales que imponen sus dictados a la tierra
y a la vida. La previsible adjudicación de la responsabilidad de los
gobiernos responde a la cuestión: el confinamiento habría sido
pertinente si las infraestructuras médicas hubieran permanecido
eficientes, en lugar de sufrir la ruina que conocemos y que fue
decretada por el _deber de la rentabilidad._
Mientras tanto –hay que decirlo– la militarización y la ferocidad
de la seguridad solo han tomado el relevo de la represión en curso en
todo el mundo. El Orden democrático no podría haber deseado un mejor
pretexto para protegerse de la ira del pueblo. Encarcelamiento en casa,
¿no era el objetivo de los dirigentes, preocupados por el cansancio que
amenazaba a sus secciones de asalto de aporreadores, de sacadores de
ojos, de asesinos a sueldo? Qué bonito ensayo general para esta
táctica de encapsulamiento utilizada contra los manifestantes
pacíficos que exigían, entre otras cosas, la rehabilitación de los
hospitales.
Al menos hemos sido advertidos: los gobiernos harán todo lo posible
para hacernos transitar del confinamiento al nicho. ¿Pero quién
aceptará pasar dócilmente de la austeridad carcelaria a la comodidad
del servilismo remendado?

Es probable que la rabia del encerrado haya aprovechado la oportunidad
para denunciar el sistema tiránico y aberrante que trata al coronavirus
de la misma manera que este terrorismo multicolor con el que el mercado
del miedo hace sus grasosos pastelitos.
La reflexión no se detiene ahí. Piensa en esos escolares que, en la
tierra de los derechos humanos, han sido obligados a arrodillarse ante
la bofia del Estado. Piensa en la misma educación, donde el
autoritarismo profesoral ha obstaculizado durante siglos la curiosidad
espontánea del niño y ha impedido que la generosidad del conocimiento
se difunda libremente. Piensa hasta qué punto el encarnizamiento
concurrencial, la competencia, el arribismo del “quítate de en medio,
voy a entrar” nos han confinado a un cuartel.
La servidumbre voluntaria es una soldadesca que marcha al paso. ¿Un
paso a la izquierda, un paso a la derecha? ¿Qué importa? Ambos
permanecen en el Orden de las cosas.
Cualquiera que acepte que se le ladre por encima, o por abajo, desde
ahora solo tiene un futuro como esclavo.

Salida del mundo mórbido y cierre de la civilización de mercado

La vida es un mundo que se abre y está abierta al mundo. Ciertamente,
a menudo ha sufrido este terrible fenómeno de inversión donde el amor
se convierte en odio, donde la pasión de vivir se transforma en un
instinto de muerte. Durante siglos ha sido reducida a la esclavitud,
colonizada por la cruda necesidad de trabajar y de sobrevivir como una
bestia.
Sin embargo, no se conoce ningún ejemplo de encierro en celdas de
aislamiento de millones de parejas, familias y solitarios convencidos
por la incapacidad de los servicios sanitarios de aceptar su suerte
cuando no dócilmente al menos con una rabia contenida.
Cada uno se encuentra solo, enfrentado a una existencia donde está
tentado de separar la parte de trabajo servil y la parte de los deseos
locos. ¿Es el aburrimiento de los placeres consumibles compatible con
la exaltación de los sueños que la infancia ha dejado cruelmente
incumplidos?

La dictadura del lucro ha resuelto quitarnos todo en el mismo momento
en que su impotencia se extiende mundialmente y la expone a una posible
aniquilación.
La absurda inhumanidad que nos ha estado ulcerando durante tanto tiempo
ha estallado como un absceso en el confinamiento que ha ordenado la
política de asesinato lucrativo, que las mafias financieras practican
cínicamente.

La muerte es la última indignidad que el ser humano se inflige. No
bajo el efecto de una maldición, sino por la desnaturalización que le
fue asignada.
No es ni a través del miedo ni a través de la culpabilidad que
romperemos las cadenas que hemos forjado en el miedo y la culpabilidad.
Es a través de la vida redescubierta y restaurada. ¿No es esto lo que
el poder invencible de la ayuda mutua y la solidaridad demuestra en
estos tiempos de extrema opresión?
Una educación machacada durante miles de años nos ha enseñado a
reprimir nuestras emociones, a quebrar nuestros impulsos de vida.
Queríamos que la bestia que habita en nosotros fuera un ángel _a
cualquier precio_.
Nuestras escuelas son guaridas de hipócritas, de reprimidos, de
torturadores raciocinantes. Los últimos entusiastas del conocimiento
caminan con dificultad con el coraje de la desesperación.
¿Aprenderemos, finalmente, al salir de nuestras células carcelarias, a
liberar la ciencia del grillete de su utilidad lucrativa? ¿Vamos a
ocuparnos de refinar nuestras emociones, no de reprimirlas? ¿Vamos a
rehabilitar nuestra animalidad, no para domarla, como domamos a nuestros
hermanos supuestamente inferiores?
No incito aquí a la sempiterna buena voluntad ética y psicológica,
señalo con el dedo al mercado del miedo donde el guardia de seguridad
hace sonar sus botas. Llamo la atención sobre esta manipulación de las
emociones que aturde y cretiniza a las multitudes, advierto contra la
culpabilización que merodea en busca de chivos expiatorios.
¡Justicia para los viejos, los desempleados, los indocumentados, los
sin techo, los extranjeros, los chalecos amarillos, los excluidos! Este
es el mugido de esos accionistas de la nada que salen a comprar el
coronavirus para propagar la plaga emocional. Los mercenarios de la
muerte no hacen más que obedecer los dictados de la lógica dominante.

Lo que debe erradicarse es el sistema de deshumanización establecido
y aplicado con fiereza por aquellos que lo defienden por el bien del
poder y del dinero. Desde hace tiempo que el capitalismo ha sido juzgado
y condenado. Estamos abrumados por la plétora de alegatos en su contra.
Es suficiente.
La imaginería capitalista identificó su agonía con la agonía del
mundo entero. El fantasma del coronavirus fue, si no el resultado
premeditado, al menos la ilustración exacta de su absurdo maleficio. El
caso está resuelto. La explotación del hombre por el hombre, de la
cual el capitalismo es un avatar, es un experimento que ha salido mal.
Asegurémonos de que su siniestro chiste de brujo aprendiz sea devorado
por un pasado del que nunca debió surgir.

Solo la exuberancia de la vida redescubierta puede romper al mismo
tiempo los grilletes de la barbarie del mercado y la coraza caracterial
que imprime en la carne viva de todos la marca de lo económicamente
correcto.

La democracia autogestionaria anula la democracia parlamentaria

Ya no se trata de tolerar que los responsables, encaramados en todos
los niveles de sus comisiones nacionales, europeas, atlánticas y
mundiales, pasen a desempeñar el papel de culpables y de no-culpables.
La burbuja de la economía, que han inflado con deudas virtuales y
dinero ficticio, implosionó y estalló ante nuestros ojos. La economía
está paralizada.
Incluso antes de que el coronavirus revelara la magnitud del desastre,
las “altas autoridades” se apoderaron de la máquina y la paralizaron
más certeramente que las huelgas y los movimientos sociales que, por
muy útilmente contestatarios que hayan sido, no fueron muy eficaces.

Basta de estas farsas electorales y diatribas de pacotilla. Que estos
representantes electos, embrutecidos por las finanzas, sean barridos
como basura y desaparezcan de nuestro horizonte como ha desaparecido en
ellos el rastro de vida que les presta un rostro humano.
No queremos juzgar y condenar el sistema opresivo que nos ha condenado
a muerte. Queremos destruirlo.

¿Cómo no aterrizar en este mundo que se derrumba, en nosotros y
frente a nosotros, sin construir una sociedad con lo humano que
permanece al alcance de nuestras manos, con la solidaridad individual y
colectiva? La conciencia de una economía gestionada por el pueblo y
para el pueblo implica la liquidación de los mecanismos de la economía
de mercado.
En su última acción inesperada, el Estado no se contentó con tomar
a los ciudadanos como rehenes y encarcelarlos. Su no-asistencia a la
gente en peligro los mata por miles.
El Estado y sus patrocinadores han arruinando los servicios públicos.
Ya nada funciona. Lo sabemos con toda certeza: la única cosa que logran
hacer funcionar es la organización criminal del lucro.
Han llevado sus negocios sin tener en cuenta al pueblo, el resultado
es deplorable. Del pueblo depende hacer los suyos arruinando los de
ellos. Depende de nosotros empezar todo de nuevo de nuevas maneras.

Cuanto más prevalece el valor de cambio sobre el valor de uso, más
se impone el reino de la mercancía. Cuanto más le demos prioridad al
uso que queremos hacer de nuestra vida y de nuestro ambiente, más
perderá la mercancía su corrosividad. La gratuidad le dará la
estocada.

La autogestión marca el fin del Estado del que la pandemia ha
mostrado tanto su bancarrota como su nocividad. Los protagonistas de la
democracia parlamentaria son los enterradores de una sociedad
deshumanizada a causa de la rentabilidad.
Por otro lado, confrontado con la incompetencia de los gobiernos,
hemos visto al pueblo mostrar una solidaridad inquebrantable e
implementar una verdadera _autodefensa sanitaria_. ¿No es esta una
experiencia que permite augurar una extensión de las prácticas
autogestionarias?
Nada es más importante que prepararnos para hacernos cargo de los
sectores públicos, antaño asumidos por el Estado, antes de que la
dictadura del lucro los envíe a la chatarrera.
El Estado y la rapacidad de sus patrocinadores han detenido todo, todo
paralizado salvo el enriquecimiento de los ricos. Ironías de la
historia, la pauperización es ahora la base para una reconstrucción
general de la sociedad. Quien ha enfrentado la muerte, ¿cómo podría
tener miedo del Estado y su bofia?

Nuestra riqueza es nuestra voluntad de vivir

Negarse a pagar contribuciones e impuestos ha dejado de pertenecer al
repertorio de las incitaciones subversivas. ¿Cómo podrían pagarlos
las millones de personas que carecerán de medios de subsistencia
mientras que el dinero, cuantificado en miles de millones, continúa
siendo engullido por el abismo de las malversaciones financieras y de la
deuda que ellas profundizan? No olvidemos que de la prioridad dada al
lucro nacen las pandemias y la incapacidad para tratarlas. ¿Nos vamos a
quedar con la condición de las vacas locas sin aprender algo de ella?
¿ Vamos a admitir finalmente que el mercado y sus administradores son
el virus que hay que erradicar?
El tiempo ya no está para indignación, lamentaciones, declaraciones de
desconcierto intelectual. Insisto en la importancia de las decisiones
que tomarán las asambleas locales y federadas “por el pueblo y para el
pueblo” en materia de alimentación, vivienda, transporte, salud,
educación, cooperativa monetaria, mejora del ambiente humano, animal y
vegetal.
Sigamos adelante, incluso a tientas. Es mejor errar experimentando que
retroceder y repetir los errores del pasado. La autogestión está en
germen en la insurrección de la vida cotidiana. Recordemos que lo que
destruyó e interrumpió la experiencia de las colectividades
libertarias de la revolución española fue la farsa comunista.

No le pido a nadie que me apruebe y mucho menos que me siga. Voy por
mi camino. Todos y todas son libres de hacer lo mismo. El deseo de vida
es ilimitado. Nuestra verdadera patria está en todas partes donde la
libertad de vivir está amenazada. Nuestra tierra es una patria sin
fronteras.

Raoul Vaneigem
10 de abril de 2020