¿Colapso del sistema capitalista? [Algunas notas sobre los acontecimientos actuales]

Desde el año 2019 la economía mundial ha venido dando señas de desaceleración, augurando una inminente crisis para este 2020. Si esto no fuera suficiente, desde principios de este año se ha agudizado la guerra comercial por el precio del petróleo, fraguada entre EEUU y Rusia, desembocando en la caída estrepitosa del precio del crudo, beneficiando con esto a los países que tienen las suficientes reservas (Rusia y Arabia Saudita) para amoldar su producción a los precios bajos. Por otro lado, el brote de la nueva sepa de coronavirus “Covid-19”, que ha ocasionó estragos en China desde fines del año pasado, ha rebasado fronteras y ha impactado en el resto del mundo, con ello, la inminente crisis económica no ha hecho sino adelantarse. La economía mundial ya está en plena crisis, los gestores del poder están pendientes a los grandes rescates financieros, la burguesía comienza a cerrar fábricas y despedir empleados tomando como pretexto la dichosa “cuarentena”. El desastre es inminente.

No obstante, es importante saber que las pérdidas monetarias no significan la caída del sistema capitalista. El capitalismo buscará en todo momento reestructurarse con base en medidas de austeridad impuestas a los proletarios para paliar todas las catastróficas consecuencias que traerá consigo[1]. Y esto se debe a que los “golpes” que ha sufrido el capitalismo a causa de estos fenómenos, son simplemente pérdidas en su tasa de ganancia, pero tales pérdidas no alteran en lo absoluto su estructura y esencia, es decir las relaciones sociales que le posibilitan seguir en pie: mercancía, valor, mercado, explotación y trabajo asalariado. De hecho, es en estas situaciones cuando el capital reafirma más sus necesidades: sacrificar a millones de seres humanos a favor de los intereses económicos, haciendo que la polarización entre clases sociales se agudice y revelando con más fuerza en qué posición se encuentra la clase dominante, la cual realiza todos los esfuerzos a su alcance para preservar este estado de cosas.

Y no es que la burguesía “haya planeado con antelación toda esta situación en torno a la pandemia para beneficiarse” (como rezan los conspiranoicos) al permitir que el sector más vulnerable (los ancianos) fallezca en los hospitales, en sus casas o hasta en la calle… y así ahorrarse millonarias cantidades de dinero en pagar pensiones. Esta situación, así como muchas otras, solo se dio como una maniobra oportuna que el momento exigía. Las cuestiones geopolíticas, de competición de mercados y de guerra mediática que puedan resultar de esto, son solo la consecuencia, más nunca la causa de lo que va configurándose.

Es evidente que toda esta situación que ha ganado terreno mundialmente aún yace en una fase temprana, pues las carencias y desabasto que afrontan los hospitales y las casas funerarias, rebasados en capacidad, son solo la punta del iceberg, pues aún falta ver los efectos de la escasez de alimentos y el desempleo cuando todo llegue a tope, en resumen, los efectos más adversos están aún por ocurrir.

De hecho, no es de extrañar que a raíz de este recrudecimiento se han exacerbado la locura y la histeria social, y cuyo reducto deja por resultado mayor atomización e individualismo, imperando el “sálvese quien pueda”, así como el “chivateo” de los buenos ciudadanos que secundan las labores de la policía, delatando a cualquiera que transité por las calles a pie.

Y pese a lo anterior, la lógica del capital no ha podido materializarse de manera total y uniforme. La conciencia de clase resurge y se vislumbra como única perspectiva posible entre cientos de  escombros, tal vez de manera difusa, pero su desarrollo es latente. Cada vez se generaliza más la noción de que la burguesía ha sido la responsable de propagar el virus, no sólo “porque son los burgueses los que viajan más”, sino porque ellos descansan en cuarentena mientras nosotros nos exponemos a infectarnos debido a que estamos obligados a salir a la calle para buscar el sustento diario. Es aquí donde la solidaridad de clase reaparece poniendo en común algunos medios de subsistencia básicos, participando de los saqueos y colocando barricadas para cortar las vías al turismo (como en chile). Esos resquicios de comunidad humana son una base que será decisiva en las luchas que pudieran generarse cuando la catástrofe sobrepase sus dimensiones.

Sin embargo, no debemos conformarnos ni sentirnos complacidos con esos mínimos aspectos; por el contrario debemos plantearnos ir más allá de eso. Es vital entender que mientras como clase sometida a los designios de la burguesía, permanezcamos contemplando y afrontando esta situación bajo meros paliativos reformistas que evadan la necesidad de superar definitivamente este sistema[2], todos nuestros esfuerzos solo darán tiempo a nuestros enemigos para fortalecerse y continuarnos gobernando y explotando a su antojo.

¿Qué los avistamientos de la fauna silvestre en las urbes citadinas que yacen en cuarentena, son un triunfo de la naturaleza que ahora reclama lo que es suyo?  Tal “triunfo”, aún así suponga la realización malthusiana de “acabar con la población excedente”, es solo una situación pasajera que está condenada a retornar a lo mismo de manera casi inmediata. Porque en el fondo, lo que seguirá dominando es un modo de producción que no puede prescindir de las metrópolis de concreto, asfalto y coches, de las industrias de monocultivos, las plantas de energía nuclear y de la industria pesada a base de combustibles fósiles.

Las contradicciones cada vez más agudas de este modo de producción (crisis, guerra, pandemias, destrucción ambiental, pauperización, militarización), que recrudecerán nuestras condiciones de supervivencia, no darán paso de manera mecánica ni mesiánica al fin del capitalismo. O mejor dicho, tales condiciones, aunque serán fundamentales, no bastarán. Porque para que el capitalismo vea su fin, es imprescindible la existencia de una fuerza social, antagonista y revolucionaria que logre direccionar el carácter destructivo y subversivo hacia algo completamente diferente de lo que presenciamos y conocemos ahora.

Querámoslo o no, no podemos dejar una cuestión tan importante como la revolución a rienda suelta, a la simple suerte.  Es necesario experimentar la resolución a ese problema con base en la organización de tareas que puedan irse presentando, es decir, el agrupamiento para la apropiación y defensa de las necesidades más inmediatas (no pagar adeudos, ni alquileres, ni impuestos), pero también, la ruptura con todas las ilusiones y espejismos que nos llevan a gestionar las mismas miserias bajo otra careta.

¿Fomentar la economía local?

¡Abolir el intercambio mercantil y el dinero!

¡Frente al reformismo, la ruptura radical!

¡Frente al inmediatismo, la perspectiva histórica!

¡Frente al localismo, el internacionalismo!

 

¿Colapso del sistema capitalista? [Algunas notas sobre los acontecimientos actuales]

Sociedad de trabajadores sin trabajo

A medida que las crisis se suceden y los Estados del Bienestar se van desmoronando, van dejando al descubierto sus innumerables fraudes y estafas. Esto deja vislumbrar un futuro (espero que no muy lejano) enfrentamiento entre los que, a pesar de todo, prefieren la falsa seguridad del orden establecido y los que comprenden o empiezan a intuir que la vida es otra cosa y, por tanto, debe discurrir por otros cauces todavía por construir.

De nuevo estamos en medio de una crisis, sanitaria esta vez. Sin duda, terrible pero no más que cualquiera de las que ya han pasado o de las que están por llegar. En esta crisis hay muchas víctimas, demasiadas. Las primeras y las más dolorosas, los fallecidos y el rastro de dolor que dejan en sus seres queridos. Pero también todos aquellos que caminaban sobre la línea fina de la supervivencia y que, una vez más, se ven empujados a la miseria y a depender de la solidaridad/caridad para seguir a flote y no perder el rastro de la vida.

La crisis se ha convertido en el estado natural de la sociedad en los últimos tiempos. Su gestión, en la manera habitual de gobernar. Vivimos en un estado de excepción permanente porque este orden social no tiene otra forma de mantenerse mas que gestionando la miseria, producto de la crisis permanente que representa el Capitalismo.

Un aspecto fundamental de esta crisis permanente tiene que ver con el trabajo. Esto lo estamos viendo en la actualidad con una buena parte del trabajo suspendido y, por consiguiente, cientos de miles de personas expulsadas de sus puestos de trabajo y otras tantas impedidas para hacerlo de manera informal (puesto que ya habían sido expulsadas del mercado con anterioridad o jamás se les ha permitido ingresar en él). Esto no es algo exclusivo del momento actual.

Desde hace décadas se viene advirtiendo de la progresiva pérdida de empleos debida a diversos factores. Esto ha llevado  la proliferación de un cada vez mayor número de empleos sin finalidad alguna y a la precarización de la inmensa mayoría de puestos de trabajo y, por ende, la vida de millones de personas. El trabajo se ha desligado de la necesidad de producir mercancías (más o menos necesarias). Hoy en día, tiene más que ver con las necesidades político-ideológicas de tener el máximo posible de consumidores disponibles. En definitiva, se trata de mantener a flote, cueste lo que cueste, el orden basado en el trabajo.

Aquí está la clave, el orden del trabajo es el orden del mundo. La nefasta necesidad de “ganarse la vida” está en la base de un mundo jerarquizado donde trabajo o muerte (física, social, moral) es la única disyuntiva para millones de seres humanos.

No hay alternativas, prácticamente todas las posiciones políticas han puesto la idea del trabajo en su centro teórico hasta convertirlo en una especie de destino natural del ser humano. Ahora, de nuevo golpea la crisis y de nuevo se legisla en favor de los favorecidos, de los que nunca dejan de ganar. Oleadas de despidos se suceden por todos lados por mucho que digan los políticos de distinto pelaje. Otra vez vamos a pagar los mismos, los que pagamos siempre, los que nunca dejamos de hacerlo.

Nos estamos convirtiendo en una sociedad de trabajadores sin trabajo. Y eso nos convierte en prescindibles, como bien saben desde hace muchos años millones de personas alrededor del globo.

Vivimos tiempos de inmediatez, sin embargo, puede ser el momento de vislumbrar otros órdenes del mundo porque más pronto que tarde el orden del trabajo ya no será válido y ahí, justo entonces, existirá una oportunidad para ese enfrentamiento del que hablaba entre los que desean las seguridad del Orden vigente y los que no. Más vale estar preparados para cuando debamos elegir. No nos podemos permitir el lujo de equivocarnos de bando, otra vez no.

de: https://quebrantandoelsilencio.blogspot.com/2020/04/sociedad-de-trabajadores-sin-trabajo.html

Covid-19: homicidio del capital

Personas confinadas, hospitales y UCIs que no dan abasto, residencias convertidas en morgues; fábricas de cerveza o de motores de avión abiertas, obras nuevas en calles vacías, jardineros en los parques, transportes públicos llenos de trabajadores; militares que vigilan, guardias civiles que detienen y ponen multas, policías que hacen redadas a inmigrantes en las plazas…

Estos días asistimos a una aceleración de nuestros tiempos históricos. El coronavirus no inventa nada, es una pandemia causada por la lógica del capital, y que a su vez acelera la crisis sistémica del capitalismo. Nos parece importante hacer un pequeño balance de la catástrofe que estamos viviendo.

Lo que preocupa a todos los gobiernos es la salud de la economía nacional y no la de las personas. Por eso al inicio todos banalizaron el virus, decían que en abril todo el mundo se habría olvidado de él, insistían en seguir con la vida normal: la de la producción y circulación mercantil, la de los trabajos y los consumos, la de manifestaciones como el 8M o la de eventos futbolísticos. Todo va bien en el reino de la mercancía, nos decía Ada Colau cuando insistía en celebrar el Mobile World Congress.

Los gobiernos solo toman medidas cuando se encuentran desbordados, desde Pedro Sánchez a Conte, de Xi Jinping a Boris Johnson e incluso Donald Trump. Lo que les mueve no es la salud de las personas sino la preocupación de que la expansión del virus quiebre la producción y circulación de las mercancías. Lo que les preocupa es que arrastre su mundo, el mundo del capital, a un colapso inmediato por la muerte de millones de personas. Por eso el gobierno de España no detiene algunos sectores de la producción hasta que se contabilizan más de 6.000 muertos oficiales (El País, nada sospechoso de anticapitalismo, reconoce que los muertos reales son muy superiores). Y, por supuesto, habrá que devolver la jornada laboral a las empresas hasta la última gota de nuestra sangre.

Gobierne quien gobierne, todos actúan del mismo modo, con las mismas preocupaciones y objetivos: defensa de la economía nacional, presencia policial y militar en las calles para frenar las previsibles revueltas sociales, despidos colectivos, créditos a las empresas y otras medidas en las que todas las facciones políticas coinciden. Reina el estado de alarma, los móviles son geolozalizados para controlar nuestros movimientos, los policías en la calle ponen más de 180.000 multas y hay casi 1.600 detenidos en el Estado español. Todo esto bajo el gobierno democrático del PSOE y Podemos y no de los presuntos fascistas de Vox. No hay mal absoluto dentro del capitalismo: el mal absoluto es el capitalismo. Todos los partidos no son sino gestores de la catástrofe capitalista: no hay mal menor por el que votar.

Es importante entender estas lecciones de cara al futuro. No solo ante la catástrofe humana que estamos sufriendo, mucho más mortífera en Nou Barris que en Sarria, en Vallecas que en La Moraleja, sino a la que está por venir. No estamos todos en el mismo barco. Ensalzan al personal sanitario al mismo tiempo que lo tratan como carne de cañón para que se infecte sin medios de protección. Salvan la economía nacional y el funcionamiento de las empresas a costa de un endeudamiento masivo por parte del Estado. Endeudamiento que se verá acompañado de una caída brutal del PIB en los próximos meses y que habrá que pagar en forma de subidas de impuestos, intereses de la deuda, recortes masivos de salarios y despidos. El futuro inmediato es el de una agudización de la crisis del capitalismo, el de la aceleración de una catástrofe que vendrá de la mano de revueltas y rebeliones masivas como las de 2019. Como las que se intuyen en los trabajadores que se niegan a continuar su producción de muerte en las fábricas italianas, españolas, brasileñas o norteamericanas.

Vivimos tiempos históricos y en tiempos históricos es importante tomar determinaciones históricas. El futuro ya está escrito, y será el de una lucha a vida o muerte, un conflicto de clase, un combate de especie, entre la humanidad y el capital. Preparémonos con claridad y determinación.

29 de marzo de 2020
barbaria.net

Covid-19: homicidio del capital

Las pandemias del capital

Es difícil escribir un texto como este ahora. En el contexto actual, en el que el coronavirus ha quebrado ―o amenaza con hacerlo pronto― las condiciones de vida de muchos de nosotros, lo único que deseas es salir a la calle y prenderle fuego a todo, con la mascarilla si hace falta. La cosa lo merece. Si la economía está por encima de nuestras vidas, tiene sentido retrasar la contención del virus hasta el último momento, hasta que la pandemia es ya inevitable. También tiene sentido que cuando ya no se puede parar el contagio y hay que perturbar ―lo mínimo imprescindible― la producción y distribución de mercancías, seamos nosotros a los que se despide, a los que se fuerza a trabajar, a los que se sigue confinando en cárceles y CIEs, a los que se les obliga a elegir entre la enfermedad y el contagio de los seres queridos o a morirse de hambre en la cuarentena. Todo esto con los vítores patrios y el llamamiento a la unidad nacional, con la disciplina social como el mantra de los verdugos, con los elogios al buen ciudadano que agacha la cabeza y calla. Lo único que deseas en momentos como este es reventarlo todo.

Y esa rabia es fundamental. Pero también lo es comprender bien por qué está sucediendo todo esto: comprenderlo bien para pelear mejor, para luchar contra la raíz misma del problema. Comprenderlo para cuando todo estalle y la rabia individual se convierta en potencia colectiva, para saber cómo utilizar esa rabia, para terminar realmente, sin cuentos, sin desvíos, con esta sociedad de miseria.

 

El virus no es sólo un virus

Desde sus comienzos, la relación del capitalismo con la naturaleza (humana y no humana) ha sido la historia de una catástrofe interminable. Ello está en la lógica de una sociedad que se organiza a través del intercambio mercantil. Está en la misma razón de ser de la mercancía, en la que poco importa su aspecto material, natural, sólo la posibilidad de obtener dinero por ella. En una sociedad mercantil, el conjunto de las especies del planeta están subordinadas al funcionamiento de esa máquina ciega y automática que es el capital: la naturaleza no humana no es más que un flujo de materias primas, un medio de producción de mercancías, y la naturaleza humana es la fuente de trabajo que explotar para sacar del dinero más dinero. Todo lo material, todo lo natural, todo lo vivo está al servicio de la producción de una relación social ―el valor, el dinero, el capital― que se ha autonomizado y necesita transgredir los límites de la vida permanentemente.

Pero el capitalismo es un sistema preñado de contradicciones. Cada vez que intenta superarlas, sólo aplaza e intensifica la crisis siguiente. La crisis social y sanitaria creada por la expansión del coronavirus concentra todas ellas y expresa la putrefacción de las relaciones sociales basadas en el valor, en la propiedad privada y en el Estado: su agotamiento histórico.

A medida que este sistema avanza, la competencia entre capitalistas impulsa el desarrollo tecnológico y científico y, con él, una producción cada vez más social. Cada vez lo que producimos depende menos de una persona y más de la sociedad. Depende menos de la producción local, arraigada a un territorio, para ser cada vez más mundial. También depende cada vez menos del esfuerzo individual e inmediato y más del conocimiento acumulado a lo largo de la historia y aplicado eficazmente a la producción. Todo esto lo hace, sin embargo, manteniendo sus propias categorías: aunque la producción es cada vez más social, el producto del trabajo sigue siendo propiedad privada. Y no simplemente: el producto del trabajo es mercancía, es decir, propiedad privada destinada al intercambio con otras mercancías. Dicho intercambio está posibilitado por el hecho de que ambos productos contienen la misma cantidad de trabajo abstracto, de valor. Esta lógica, que constituye las categorías básicas del capital, es puesta en cuestión por el propio desarrollo del capitalismo, que reduce la cantidad de trabajo vivo que requiere cada mercancía. Automatización de la producción, expulsión de trabajo, caída de las ganancias que pueden obtener los capitalistas de la explotación de ese trabajo: crisis del valor.

Esta profunda contradicción entre la producción social y la apropiación privada se concreta en toda una serie de contradicciones derivadas. Una de ellas, que hemos desarrollado más ampliamente en otros momentos, da cuenta del papel de la tierra en el agotamiento del valor como relación social. El desarrollo del capital tiende a crear una demanda cada vez más fuerte del uso del suelo, lo cual hace que su precio ―la renta de la tierra― tienda a aumentar históricamente. Esto es lógico: cuanto más se incrementa la productividad, más desciende la cantidad de valor por unidad de producto y, por tanto, más mercancías hay que producir para obtener las mismas ganancias que antes. Como cada vez hay menos trabajadores en la fábrica y más robots, mayor volumen de materias primas y recursos energéticos requiere la producción. La demanda sobre la tierra, por tanto, se intensifica: megaminería, deforestación, extracción intensiva de combustibles fósiles son las consecuencias lógicas de esta dinámica. Por otro lado, la concentración de capitales conduce a su vez a concentrar grandes masas de fuerza de trabajo en las ciudades, lo que empuja a que la vivienda en las ciudades suba de precio permanentemente. De ahí también las peores condiciones de vida en las metrópolis, el hacinamiento, la contaminación, el alquiler que se come una parte cada vez más grande del salario, la jornada laboral que se prolonga indefinidamente por el transporte.

La agricultura y la ganadería se encuentran de cara a estos dos grandes competidores por el suelo, el sector ligado al aprovechamiento de la renta urbana y el ligado a la extracción de materias primas y energía. Si las explotaciones agrícolas o ganaderas se encuentran en la periferia de la ciudad, quizá su parcela de tierra sea más rentable para la construcción de un edificio de viviendas, o de un polígono industrial al que conviene por logística la proximidad a la metrópoli. Si están más alejadas, pero su trozo de tierra contiene minerales útiles y demandados en la producción de mercancías o, peor aún, alguna reserva de hidrocarburos, tampoco podrán realizarse en ese terreno que el capital destina a fines más suculentos[1]. Si quieren mantenerse en el lugar y seguir pagando la renta, habrán de incrementar la productividad como hacen los capitalistas industriales. Tienen además el aliciente del aumento incesante de bocas urbanas que alimentar. La agroindustria es la consecuencia lógica de esta dinámica: sólo incrementando la productividad, utilizando maquinaria automatizada, produciendo en monocultivos, haciendo un uso cada vez mayor de químicos ―fertilizantes y pesticidas en la agricultura, productos farmacéuticos en la ganadería―, incluso modificando genéticamente plantas y animales, podrán producirse las ganancias suficientes en un contexto en el que la renta de la tierra aumenta sin cesar.

Todo esto es necesario para enmarcar la emergencia de pandemias. Como muy bien explican los compañeros de Chuang, el coronavirus no es un hecho natural ajeno a las relaciones capitalistas. Porque no se trata sólo de la globalización, es decir, de las posibilidades exponenciales de expansión de un virus. Es la propia forma de producir del capital la que fomenta la aparición de pandemias.

En primer lugar, para poder hacer más rentables la agricultura y la ganadería es necesario implantar formas de producción mucho más intensivas, mucho más agresivas para el metabolismo natural. Cuando se hacinan muchos miembros de una misma especie ―los cerdos, pongamos por caso, una de las posibles fuentes del COVID-19 y la fuente segura de la gripe A (H1N1) que apareció en 2009 en Estados Unidos― en granjas industriales, su modo de vida, su alimentación y la aplicación permanente de fármacos sobre sus cuerpos debilita su sistema inmunológico. No hay resiliencia en el pequeño ecosistema que constituye una población muy numerosa de la misma especie, comprometida inmunológicamente y hacinada en espacios reducidos. Más aún, este ecosistema es un campo de entrenamiento, un lugar predilecto para la selección natural de los virus más contagiosos y virulentos. Tanto más si dicha población tiene una alta tasa de mortalidad, como ocurre en los mataderos, puesto que la rapidez con que es capaz de transmitirse el virus determina su posibilidad de sobrevivir. Sólo es cuestión de tiempo que alguno de estos virus consiga transmitirse y persistir en un huésped de otra especie: un ser humano, por ejemplo.

Ahora digamos que este ser humano es un proletario y vive, como los cerdos de nuestro ejemplo, hacinado en una vivienda poco salubre con el resto de su familia, va al trabajo hacinado en un vagón de tren o en un autobús donde cuesta respirar cuando llega la hora punta y tiene un sistema inmunológico debilitado por el cansancio, la mala calidad de la comida, la contaminación del aire y del agua. El ascenso permanente del precio de la vivienda y el transporte, los trabajos cada vez más precarios, la mala alimentación, en definitiva, la ley de la miseria creciente del capital hacen también muy poco resiliente a nuestra especie.

También la búsqueda de una mayor rentabilidad y competitividad de la agricultura en el mercado mundial tiene sus efectos en la proliferación de epidemias. Tenemos un buen ejemplo en la epidemia del Ébola que se extendió por toda el África occidental en 2014-2016, a la que precedió la implantación de monocultivos para el aceite de palma: un tipo de plantación por la que los murciélagos ―la fuente de la cepa que produjo el brote― se sienten muy atraídos. La deforestación de la selva, en virtud no sólo de la explotación agroindustrial sino también de la tala maderera y de la megaminería, fuerza a muchas especies animales ―y a algunas poblaciones humanas― a internarse aún más en la selva o mantenerse en sus proximidades, exponiéndose a portadores del virus como murciélagos (Ébola), mosquitos (Zika) y otros huéspedes reservorio ―es decir, portadores de patógenos― que se adaptan a las nuevas condiciones establecidas por la agroindustria. Además, la deforestación reduce la biodiversidad que hace de la selva una barrera para las cadenas de transmisión de patógenos.

Aunque la fuente más probable del coronavirus se sitúa en la caza y venta de animales salvajes, vendidos en el mercado de Hunan en la ciudad de Wuhan, esto no está desconectado del proceso descrito más arriba. A medida que la ganadería y la agricultura industrial se extienden, empujan a los cazadores de alimentos salvajes a penetrar cada vez más en la selva en busca de su mercancía, lo que aumenta las posibilidades de contagio con nuevos patógenos y por tanto de su propagación en las grandes ciudades.

 

El rey desnudo

El coronavirus ha desnudado al rey: las contradicciones del capital son vistas y sufridas en toda su brutalidad. Y el capitalismo es incapaz de gestionar la catástrofe que se deriva de estas contradicciones, porque sólo puede escaparse de ellas resolviéndolas momentáneamente para que estallen con mayor virulencia más tarde.

Para identificar esta dinámica, esencial a la historia del capitalismo, podemos fijar la mirada en la tecnología. La aplicación del conocimiento tecnocientífico a la producción es quizá uno de los rasgos que más han caracterizado este sistema. La tecnología es usada para aumentar la productividad con el fin de extraer una ganancia por encima de la media, de tal manera que la empresa que produce más mercancías que sus competidores con el mismo tiempo de trabajo puede elegir entre reducir un poco el precio de las mismas para ganar espacio de mercado o mantenerlo y ganar algo más de dinero. Sin embargo, en cuanto sus competidores aplican mejoras semejantes y todos tienen el mismo nivel de productividad, los capitalistas se encuentran con que en lugar de obtener plusganancias, tienen todavía menos ganancias que antes, porque tienen más mercancías que colocar en el mercado ―lo que en condiciones de competencia baja su precio― y menos trabajadores que explotar en proporción. Es decir, lo que se había presentado en un primer momento como una solución, la aplicación de la tecnología para aumentar la productividad, se convierte rápidamente en el problema. Este movimiento lógico es permanente y estructural en el capitalismo.

El desarrollo de la medicina y de la farmacología sigue ese mismo movimiento. El capitalismo no puede evitar, desde sus más puros comienzos, enfermar a su población. Sólo puede intentar desarrollar el conocimiento médico y farmacológico para comprender y controlar las patologías que él mismo favorece. Sin embargo, en la medida en que las condiciones que nos hacen enfermar no desaparecen, sino que incluso aumentan con la crisis cada vez más pronunciada de este sistema, el papel de la medicina se invierte y puede funcionar como un carburante para la enfermedad. El uso de antibióticos no sólo en la especie humana, sino también en la ganadería, fomenta la resistencia de las bacterias y anima la aparición de cepas cada vez más difíciles de combatir. Ocurre de manera semejante con las vacunas para los virus. Por un lado, suelen llegar tarde y mal en la emergencia de una epidemia, dado que la propia lógica mercantil, las patentes, los secretos industriales y la negociación de las empresas farmacéuticas con el Estado retrasan su pronta aplicación en la población infectada. Por otro lado, la selección natural hará que los virus tengan que estar cada vez más preparados para superar estas barreras, favoreciendo la aparición de nuevas cepas para las que no se conocen todavía vacunas. El problema, por tanto, no está en el desarrollo del conocimiento médico y farmacológico, sino en que mientras se sigan manteniendo unas relaciones sociales que producen permanentemente la enfermedad y facilitan su rápida expansión, este conocimiento sólo animará la aparición de cepas cada vez más contagiosas y virulentas.

De la misma forma que el desarrollo tecnológico y médico encubre una fuerte contradicción con las relaciones sociales capitalistas, así ocurre también con la contradicción entre el plano nacional e internacional del propio capital.

El capitalismo nace ya con un cierto carácter mundial. Durante la Baja Edad Media se fueron desarrollando redes de comercio a larga distancia que, , sumadas al nuevo impulso de la conquista del continente americano, permitieron la acumulación de una enorme masa de capital mercantil y usurario. Ésta serviría de trampolín a las nuevas relaciones que estaban emergiendo con la proletarización del campesinado y la imposición del trabajo asalariado en Europa. La peste negra que asoló el continente europeo en el siglo XIV fue precisamente fruto de esta mundialización del comercio, produciéndose a partir de comerciantes italianos provenientes de China.  Lógicamente, el sistema inmunológico de las diferentes poblaciones en aquella época estaba menos preparado para sufrir enfermedades de otras regiones, y la intensificación de los lazos a nivel mundial iba a facilitar una expansión de epidemias tan grande como amplias fueran las redes comerciales. Son un buen ejemplo de ello las epidemias que llevarían los colonos y que acabarían con la mayoría de la población indígena en grandes zonas de América.

Sin embargo, estas redes de comercio mundiales sirvieron, de manera paradójica y contradictoria, para animar la formación de burguesías nacionales. Dicha formación fue pareja al esfuerzo de varios siglos por homogeneizar un solo mercado nacional, una sola lengua nacional, un solo Estado, y con ellos dos siglos en los que se sucedería una guerra tras otra sin cesar, hasta el punto de que no hubo apenas unos años de paz en Europa durante los siglos XVI y XVII. El carácter mundial del capital es inseparable de la emergencia histórica de la nación y, con ella, del imperialismo entre las naciones.

Este doble plano en permanente contradicción, el estrechamiento de los lazos a nivel mundial con el arraigo nacional del capitalismo, se expresa con toda su fuerza en la situación actual con el coronavirus. Por un lado, la globalización permite que patógenos de diversos orígenes puedan migrar desde los reservorios salvajes más aislados a los centros de población de todo el mundo. Así, por ejemplo, el virus del Zika se detectó en 1947 en la selva ugandesa, de donde recibe su nombre, pero no fue hasta que no se desarrolló el mercado mundial de la agricultura y Uganda pasó a ser uno de sus eslabones que el Zika pudo llegar al norte de Brasil en 2015, ayudado sin lugar a dudas por la producción en monocultivo de soja, algodón y maíz en la región. Un virus, por cierto, que el cambio climático ―otra consecuencia de las relaciones sociales capitalistas― está ayudando a extender: el mosquito portador del Zika y del dengue ―el mosquito tigre en sus dos variantes, el Aedes aegypti y el Aedes albopictus― ha llegado ya a zonas como España debido al calentamiento global. Además, la internacionalización de las relaciones capitalistas es exponencial. Desde la epidemia del otro coronavirus, el SARS-CoV, entre 2002 y 2003 en China y el sudeste asiático, la cantidad de vuelos provenientes de estas regiones a todo el mundo se ha multiplicado por diez.

Así pues, el capitalismo promueve la aparición de nuevos patógenos que su carácter internacional extiende con rapidez. Y sin embargo es incapaz de gestionarlos. En la pugna imperialista entre las principales potencias no cabe la coordinación internacional que requieren unas relaciones sociales cada vez más globales y, menos aún, la coordinación que está requiriendo ya esta pandemia. El carácter inherentemente nacional del capital, por muy mundializado que se quiera, implica que los intereses nacionales en el contexto de la lucha imperialista prevalecen frente a todo tipo de consideración internacional para el control del virus. Si China, Italia o España retrasaron hasta el último momento la toma de medidas, como más tarde lo hicieron Francia, Alemania o Estados Unidos, es precisamente porque las medidas necesarias para contener la pandemia consistían en la cuarentena de los infectados y, llegada cierta tasa de contagio, en la paralización parcial de la producción y distribución de mercancías. En un contexto en el que se iba larvando ya desde hacía dos años la crisis económica que estalla ahora, en plena guerra comercial entre China y Estados Unidos y en el curso de una recesión industrial, este parón no se podía permitir. La decisión lógica de los funcionarios del capital fue entonces la de sacrificar la salud y unas cuantas vidas entre el capital variable ―seres humanos, proletarios― para aguantar un poco más el tirón y mantener la competitividad en el mercado mundial. Que se haya revelado no sólo ineficaz sino incluso contraproducente no exime de lógica a esta decisión: a una burguesía nacional, sensible sólo a las subidas y bajadas de su propio PIB, no puede tampoco pedírsele una filantropía internacional. Eso hay que dejárselo a los discursos de la ONU.

Y es que la gran contradicción que ha señalado el coronavirus es esa: la del PIB, la de la riqueza basada en capital ficticio, la de una recesión constantemente postergada a base de inyecciones de liquidez sin ningún fundamento material en el presente.

El coronavirus ha desnudado al rey, y ha mostrado que en realidad nunca salimos de la crisis de 2008. El mínimo crecimiento, el posterior estancamiento y la recensión industrial de los últimos diez años no han sido más que la respuesta apenas sensible de un cuerpo en coma, un cuerpo que sólo ha sobrevivido gracias a la emisión permanente de capital ficticio. Como explicábamos antes, el capitalismo se basa en la explotación del trabajo abstracto, sin el cual no puede obtener ganancias, y sin embargo por su propia dinámica se ve empujado a expulsar trabajo de la producción de manera exponencial. Esta fortísima contradicción, esta contradicción estructural que alcanza sus categorías más fundamentales, no puede ser superada sino agravándola para más tarde mediante el crédito, es decir, el recurso a la expectativa de ganancias futuras para seguir alimentando la máquina en el presente. Las empresas de la «economía real» no tienen otra forma de sobrevivir que huir permanentemente hacia adelante, obtener créditos y mantener altas las acciones en bolsa.

El conoravirus no es la crisis. Simplemente es el detonante de una contradicción estructural que venía expresándose desde hace décadas. La solución que los bancos centrales de las grandes potencias dieron para la crisis de 2008 fue seguir huyendo y utilizar los únicos instrumentos que tiene la burguesía actualmente para afrontar la putrefacción de sus propias relaciones de producción: masivas inyecciones de liquidez, es decir, crédito barato a base de la emisión de capital ficticio. Este instrumento, como es natural, apenas sirvió para mantener la burbuja, puesto que ante la ausencia de una rentabilidad real las empresas utilizaban esa liquidez para recomprar sus propias acciones y seguir endeudándose. Así, hoy en día la deuda en relación al PIB mundial ha aumentado casi un tercio desde 2008. El coronavirus simplemente ha sido el soplo que ha tirado la casa de naipes.

Al contrario de lo que proclama la socialdemocracia, según la cual nos encontraríamos en esta situación porque el neoliberalismo ha dejado vía libre a la avaricia de los especuladores de Wall Street, la emisión de capital ficticio ―es decir, de créditos que se basan en unas ganancias futuras que no llegarán nunca a producirse― es el necesario órgano de respiración artificial de este sistema basado en el trabajo. Un sistema que, sin embargo, por el desarrollo de una altísima productividad, cada vez tiene menos necesidad de trabajo para producir riqueza. Como explicábamos anteriormente, el capitalismo desarrolla una producción social que choca directamente con la propiedad privada en que se basa el intercambio mercantil. Nunca hemos sido tan especie como ahora. Nunca hemos estado tan vinculados mundialmente. Nunca la humanidad se ha reconocido tanto, se ha necesitado tanto a nivel mundial, independientemente de lenguas, culturas y barreras nacionales. Y sin embargo el capitalismo, que ha construido el carácter mundial de nuestras relaciones humanas, sólo puede afrontarlo afirmando la nación y la mercancía y negando nuestra humanidad, sólo puede afrontar la constitución de nuestra comunidad humana mediante su lógica de destrucción: la extinción de la especie.

 

Hobbes y nosotros

Una semana antes de que se escribiera este texto, en España decretaron el estado de alarma, la cuarentena y el aislamiento de todos nosotros, salvo si es para vender nuestra fuerza de trabajo. Medidas semejantes se tomaron en China e Italia, y se han tomado ya a estas alturas en Francia. Solos, en nuestra casa, a una distancia de un metro de cada persona que encontramos en la calle, la realidad misma de la sociedad capitalista se hace presente: sólo podemos relacionarnos con los otros como mercancías, no como personas. Quizá la imagen que mejor expresa esto son las fotografías y los vídeos que han circulado por las redes sociales con el comienzo del aislamiento: miles de personas hacinadas en vagones de tren y de metro de camino al trabajo, mientras los parques y las vías públicas están vedadas a toda persona que no pueda presentar una buena excusa a las patrullas policiales. Somos fuerza de trabajo, no personas. El Estado lo tiene muy claro.

En este contexto, hemos visto aparecer una falsa dicotomía basada en los dos polos de la sociedad capitalista: el Estado y el individuo. En primer lugar fue el individuo, la molécula social del capital: las primeras voces que se hicieron oír ante la alerta del contagio fueron las del sálvese quien pueda, las de muéranse los viejos y allá cada uno, las de las culpas de unos a otros por toser, por huir, por trabajar, por no hacerlo. La reacción primera fue la ideología espontánea de esta sociedad: no se puede pedir a una sociedad que se construye sobre individuos aislados que no actúe como tal. Frente a esto y al caos social que estaba produciéndose, hubo un alivio general ante la aparición del Estado. Estado de alarma, militarización de las calles, control de las vías de comunicación y transporte salvo para lo que es fundamental: la circulación de mercancías, incluida en especial la mercancía fuerza de trabajo. Ante la incapacidad de organizarnos colectivamente frente a la catástrofe, el Estado se revela como la herramienta de administración social.

Y no deja de ser eso. Una sociedad atomizada necesita de un Estado que la organice. Pero esto lo hace reproduciendo las causas de nuestra propia atomización: las de la ganancia frente a la vida, las del capital frente a las necesidades de la especie. Los modelos del Imperial College de Londres predicen 250.000 muertes en Reino Unido y hasta 1,2 millones en Estados Unidos. Las predicciones a nivel mundial, contando con el contagio en los países menos desarrollados y con una infraestructura médica mucho más precaria, llegarán previsiblemente a varios millones de personas. La epidemia del coronavirus, sin embargo, podría haberse detenido mucho antes. Los Estados que han sido foco de la pandemia han actuado como tenían que hacerlo: poniendo por encima las ganancias empresariales durante al menos unas semanas más, frente al coste de millones de vidas. En otro tipo de sociedad, en una sociedad regida por las necesidades de la especie, las medidas de cuarentena tomadas a su debido tiempo podrían haber sido puntuales, localizadas y rápidamente superadas. Pero no es así en una sociedad como esta.

El coronavirus está expresando en toda su brutalidad las contradicciones de un sistema moribundo. De todas las que hemos intentado describir aquí, esta es la más esencial: la del capital frente a la vida. Si el capitalismo se está pudriendo por su incapacidad de enfrentar sus propias contradicciones, sólo nosotros como clase, como comunidad internacional, como especie, podemos acabar con él. No es una cuestión cultural, de conciencia, sino una pura necesidad material que nos empuja colectivamente a luchar por la vida, por nuestra vida en común, contra el capital.

Y el momento para hacerlo, si bien sólo es el inicio, ya ha empezado. Muchos estamos ya en cuarentena, pero no estamos aislados, ni solos. Nos estamos preparando. Como los compañeros que se han levantado en Italia y en China, como los que llevan ya un tiempo de pie en Irán, Chile o Hong Kong, nosotros vamos hacia la vida. El capitalismo se está muriendo, pero sólo como clase internacional, como especie, como comunidad humana, podremos enterrarlo. La epidemia del coronavirus ha derribado la casa de naipes, ha desnudado al rey, pero sólo nosotros podemos reducirlo a cenizas.

19 de marzo de 2020

 

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[1] La sustitución de los combustibles fósiles por energías renovables no resuelve el problema, todo lo contrario: las renovables requieren superficies mucho más grandes para producir niveles inferiores de energía.

Frente a la Sagrada Familia del capital, defendamos nuestra vida a través del antagonismo social

En este artículo pretendemos afrontar las cuestiones que se desprenden del actual estado de alarma que ha decretado el gobierno de Pedro Sánchez en España, junto a las medidas que ha anunciado el martes 17 de marzo. Vivimos en tiempos de profunda crisis social, una crisis sanitaria que, al mismo tiempo, se combina con una crisis económica, de cambio climático, psicológica, política, etc. En realidad estamos ante la crisis de un mundo que esta empezando a colapsar, que está agotando su tiempo histórico: es el mundo del capital. Es la crisis del capital.  

 

¿Unidad nacional? ¿En defensa de quién?

Se nos dice que la enfermedad y el contagio no conoce de clases, de ideologías, de razas, que ataca a todos por igual y que tenemos que reaccionar juntos, con unión, con disciplina social, como españoles, porque somos miembros de una gran nación. Todos los partidos políticos están unidos. Más allá de las diferencias de matices por necesidades de márketing político, sindicatos, empresarios y bancos defienden las medidas del gobierno. Todos a una, porque estamos en el mismo barco, nuestra patria, contra un enemigo común, el coronavirus. No nos vencerá, nos dicen. Al final de estos meses todo volverá a la presunta normalidad de antes, a la normalidad del capital. Pedro Sánchez repite con obsesión, cada poco tiempo, que esto es solo una crisis coyuntural.

La burguesía está asustada.

Tiene miedo.

Y tiene razones para ello.

Además actúan de modo dividido según los lugares. Hay gobiernos que de modo tardío tomaron decisiones centralizadas, como el capital chino, y otros como Italia o España que tardaron todavía más en reaccionar e imponer el aislamiento parcial de las poblaciones. Están reaccionando con retraso a la difusión de la enfermedad porque lo que les preocupa de verdad, como explicaremos más tarde, es la salud de la economía del capital. En Francia las medidas son mucho más recientes. Ni siquiera pararon las elecciones municipales del domingo 15 de marzo, y en el Reino Unido y Estados Unidos parece que apuestan por una solución malthusiana, o sea, que muera quien tenga que morir (aunque probablemente tengan que dar marcha atrás). Mientras tanto el virus se extiende por todo el mundo, llega a América Latina y a África. El virus se propaga a la velocidad de la circulación de las mercancías y de los capitales.

Todos hemos podido ver las contradicciones en que entra el estado de alarma del gobierno PSOE-Podemos. Se nos dice que lo que les preocupa es la salud de la gente y, sin embargo, millones de personas salen a trabajar cotidianamente. Y es que las necesidades del capital son las que marcan las necesidades de la sociedad en la que vivimos. La utilidad de las cosas viene marcada por su precio, por la rentabilidad económica que genera para las empresas. No hay ninguna utilidad humana en fabricar coches, pero sí una utilidad social que es la que rige en primera instancia, la del capital. Si no se fabrican coches, disminuye el beneficio de estas empresas y se ven obligadas a cerrar. Con eso aumenta el paro y la dificultad de los proletarios obligados a reproducir su fuerza de trabajo y su vida.

¿Qué queremos resaltar con esto? Que vivimos en un mundo dominado por el capital y por el valor. Y esto entra completamente en la forma en que se está afrontando la crisis en curso. Cuando decimos que el capital es la raíz de la crisis no estamos diciendo algo superficial. Lo que afirmamos es que la máquina impersonal que es el valor es la que fomenta con su lógica omnívora el nacimiento de cada vez más virus, por cómo tiende a colonizar cada vez más rincones del planeta y por cómo desarrolla la industria cárnica intensiva. Al mismo tiempo, enfrenta la expansión de estas epidemias desde su lógica, por lo que trata de mantener en lo posible el esqueleto de la producción y reproducción de las actividades económicas.

¿Cuál sería una forma adecuada de preservarnos frente a este tipo de virus? Tratar de reducir drásticamente la producción social, acabar con estas megalópolis sin límite que son hoy las ciudades, un control de los consumos que satisfaga las necesidades humanas básicas, el fin de la escuela como instrumento de adoctrinamiento y disciplina social, el fin del sometimiento de las personas hacia las máquinas, la abolición de las empresas, etc. Estamos enumerando algunas de las medidas que establece el Programa revolucionario inmediato que desarrolló Bordiga en la reunión de Forlí de 1952, medidas a aplicar durante el proceso revolucionario para la transición hacia el comunismo integral. Son las que necesitaríamos aplicar como humanidad para afrontar no solo la crisis del coronavirus, sino más en general la catástrofe cada vez más brutal a la que nos empuja el agotamiento de la sociedad capitalista. Se trata en última instancia de medidas que detengan la movilidad social, es decir, la movilidad de los capitales y de las mercancías. Hace falta un plan en defensa de la especie: este plan, este programa en defensa de la especie, así como el movimiento real que tiende a imponerlo aboliendo el estado de cosas presente, es lo que llamamos comunismo.

El capital es incapaz de ello porque su sustancia social, aquello que le da vida, es el trabajo abstracto, el trabajo asalariado. Esta es otra lección que podemos desprender con seguridad de esta experiencia. Sin trabajo asalariado el funcionamiento de las empresas quiebran, las actividades económicas colapsan, la sociedad se descompone. El capital no es sino valor hinchado de valor, es decir, dinero que se transforma en más dinero por medio de la explotación del trabajo abstracto, que es la sustancia social que iguala a todas las mercancías entre sí. Esta conclusión es también muy importante porque nos ayuda a sacar una nueva conclusión: es imperativa la abolición del trabajo asalariado, la de una sociedad que gira en torna a actividades que, desde un punto de vista humano, carecen de sentido, pero que son necesarias para dar vida a este zombie global e impersonal que es a día de hoy el capital.

A partir de lo dicho podemos tener claro que el virus no es un “cisne negro”, como defienden los estrategas del capital y sus economistas. Es decir, no es un elemento extraño que atenta contra un sistema que gozara de buena salud. Es un virus fomentado por la propia dinámica del capital (como otros que han venido y otros que vendrán) y que se mueve a la velocidad de la circulación de capitales. Esto es muy importante para entender la oposición y el antagonismo firme que tenemos que tener frente a todos los discursos ideológicos que nos venden desde todos los gobiernos, cuando nos dicen que estamos todos en el mismo barco.

Nunca ha sido así y nunca será así. Vivimos en una sociedad atravesada por antagonismos sociales brutales, donde los intereses del capital y su maximización de beneficios se enfrentan con aquellos que vendemos nuestra fuerza de trabajo para sobrevivir, y que nos encontramos suspendidos en el aire si alguien no “compra” nuestra fuerza de trabajo, siempre reducidos a instrumentos del engranaje capitalista, de su máquina impersonal, cosificados en nuestras necesidades humanas. Entonces, sí, estamos hablando del antagonismo entre proletariado y capital. Es desde este antagonismo desde el que tenemos que defender nuestras necesidades humanas.

No se cansan de decir que se trata de una guerra y que hay que estar unidos. Es la misma estrategia que se utiliza en todas las guerras imperialistas. Es la estrategia de convertirnos al proletariado en carne de cañón para la defensa de sus intereses, de los intereses del capital. En esta crisis se puede ver perfectamente lo que decía Marx: los gobiernos no son sino «el consejo de administración del capital general». Es la función la que determina el órgano y, en este caso, su función es permitir la respiración no de la personas, sino del capital y sus movimientos, movimientos que están dando muestras de una peligrosa parálisis. De ahí que estén asustados.

Como decíamos, su estrategia es convertirnos en carne de cañón, como hicieron con nuestros hermanos proletarios en otras guerras, en nombre de la unidad nacional, de una lucha por un bien mayor (el del capital) y de promesas de victoria frente al presunto enemigo (en este caso el coronavirus).

En nombre de esta Sagrada Familia, de esta unidad nacional, cientos de miles de trabajadores y trabajadoras están trabajando en call centers, en fábricas, en oficinas o supermercados, hacinados en el transporte público, atrapados en autopistas, o en filas de mesas y sillas, sin apenas espacio, desde donde siguen obligados a someterse y ejercer la productividad debida al capital. Y es que ya sabemos que esta sociedad ofrece dos alternativas: o enfermar o ser echados a la calle y volver a estar suspendidos en el aire.

Y qué decir de los CIEs, donde miles de proletarios de otros países se encuentran hacinados por el delito de querer mejorar su vida, o de los presos en las cárceles, que viven un confinamiento de sus vidas (y no durante unas semanas), hacinados a la espera de que se propague el contagio.

O sea que la unidad proclamada no es sino las esposas que nos unen a unos intereses que no son los nuestros y a un barco (el capital) que empieza a hundirse.

Por eso son tan importantes las luchas que han estallado en fábricas como Mercedes de Vitoria, de Iveco o Renault en Valladolid o los motines como en el CIE de Aluche en Madrid, y que suceden a otras luchas que ya habían estallado en otras fábricas italianas. No somos carne de cañón para el capital. Este presupuesto, la defensa de nuestras necesidades humanas, es una premisa fundamental para el futuro. Y es que el futuro que tenemos por delante es el de una catástrofe de dimensiones cada vez más bestiales, provocada por el agotamiento histórico del capitalismo como sistema global y total de dominio.

Algo muy diferente de lo que nos prometen los gobernantes de la izquierda del capital. En uno de sus discursos de estos últimos días, Pedro Sánchez repite mil veces que es solo una crisis coyuntural, es solo una crisis coyuntural, es una crisis coyuntural… Como si repetir ayudase en algo. En realidad esta pandemia global se une a la crisis más general del valor en la sociedad del capital (la expulsión de trabajo vivo por los procesos de automatización y la caída general de la tasa de ganancia), a las revueltas sociales en curso y que han protagonizado el 2019 y a las transformaciones climáticas en marcha. Todo ello tiene un vector común, el capital y sus movimientos un antagonista natural, las revueltas proletarias en curso; y una solución a la que se puede dirigir el curso histórico actual, el comunismo como un plan de vida para la especie, una distribución adecuada que satisfaga las necesidades humanas por fuera de las lógicas homicidas del capital. Vivimos tiempos interesantes, tiempos históricos, de crisis y de catástrofe, de revueltas y pandemias. La revolución se convierte en este horizonte en una necesidad, un instrumento necesario que vincule la defensa inmediata de nuestras necesidades con el objetivo histórico de una comunidad humana que satisfaga el conjunto de sus necesidades, negadas por el capital.

 

¿Seguridad o nihilismo?

Este tipo de virus, tan contagiosos, se combaten con aislamiento. Ya hemos explicado que este aislamiento va en contra de la esencia del capital, de su movimiento perpetuo e infinito de producción y circulación incesante de mercancías. El Estado pretende realizar esa paralización parcial de la movilidad a través de sus instrumentos: el ejército, la policía, las multas, los castigos y las amenazas. En estos días de estado de alarma vivimos uno de los sueños del capital, el sueño de sus orígenes, que en realidad representa el de su ocaso: la guerra de todos contra todos en el estado de naturaleza, que nos obliga a someternos a un soberano por el vacimiento social y el miedo común, un Leviatán securitario. El aislamiento social, la atomización de moléculas encerradas en hogares separados unos de otros, ese vaciamiento social es colmado por el Estado, que quiere convertirse en el corazón y los vasos sanguíneos que unifican la comunidad. Una comunidad ficticia, sin vida propia más allá de la que le pretende conferir el Estado con sus mecanismos de seguridad y de orden, de disciplina social y de represión.

Nosotros no estamos defendiendo frente al Estado y su orden, frente a su estado de alarma, un nihilismo individualista donde cada cual hace lo que le viene en gana independientemente del bien común de la comunidad. Este nihilismo no es sino la otra cara de la moneda de la comunidad ficticia que es el Estado: átomos individuales y que se mueven en todas las direcciones sin un sentido común, como pollos sin cabeza, y el Estado como el único modo de construir un orden social en el que converjan esos átomos. Por eso es una falsa dicotomía, en el capital, la que opone orden y libertad, como la que opone democracia y totalitarismo, España a China.

La democracia es el ser social del capital. En un mundo en que los seres humanos somos mercancías, en el que tenemos que vender nuestra fuerza de trabajo individual, competimos unos contra otros para obtener la mayor rentabilidad de nuestra mercancía particular frente a otras mercancías. Nuestro ser en común como proletarios, como clase, como posible partido que nace de la defensa de nuestras necesidades inmediatas e históricas, se desdibuja en la atomización de la competencia capitalista que además nos reduce a ser sujetos jurídicos, ciudadanos, aislados unos de otros, que votan una vez cada cierto tiempo, una vez más, aislados. Este es el ser social del capital, que hace del Estado la única posibilidad de un ser en común ficticio que al mismo tiempo que nos aisla como seres humanos, nos comunica de modo incesante y constante como mercancías. Este es nuevamente el gran problema que tiene el capital, en su agotamiento interno, en crisis como ésta. Nos aisla como personas y seres humanos pero nos comunica en cuanto mercancías. El movimiento del capital es el de las personas subordinadas a los movimientos de las cosas y de las máquinas. Aislados unos de otros solo nos comunicamos a través de ellas, de las cosas, en su forma de mercancía. Esto es a lo que Marx se refería cuando hablaba del fetichismo de la mercancía y del capital.

El coronavirus ha puesto sobre la mesa un debate acerca de las formas políticas de los Estados para afrontar esta crisis, reivindicando, en algunos casos, la gestión de Estados más centralizados como China. Para nosotros son secundarios todos estos debates que diferencian de modo sustancial entre regímenes dictatoriales y democráticos, desde la formalidad política, entre China y los parlamentos occidentales. Todos los regímenes modernos son igualmente democráticos y totalitarios. Vivimos en un totalitarismo democrático que expresa a la perfección el ser social del capital, en su esencia individualista (como átomos aislados) y en la tendencia totalitaria a que la mercancía y el Estado invadan toda nuestra vida. Y eso es universal. Es una lección que el capitalismo y sus democracias aprendieron de los fascismos tras 1945, vencidos militarmente pero victoriosos en algunas de sus lecciones con que pretendían insuflar vida al capital en crisis.

Como dicen los compañeros de Chuang vivimos en medio de una huelga general invertida. A diferencia de una huelga general vivimos aislados, por decisión del estado de alarma, pero todos nos estamos haciendo muchas preguntas, preguntas importantes. Estamos viviendo un momento catártico. ¿Por qué estamos encerrados? ¿Será durante mucho tiempo? ¿Cómo será nuestro futuro? ¿Morirán mis seres queridos? ¿Por qué me mandan a trabajar? ¿Qué será de mí al irme al paro? ¿En qué mundo vivimos? ¿Será algo coyuntural? Podemos contestar a alguna de estas preguntas con contundencia, sobre todo a la última: no, no se trata de una crisis coyuntural. El mundo del capital, lentamente pero de modo irreversible, se derrumba, entra en un colapso que no es el que habían vendido los ecologistas y decrecentistas. El capitalismo no desaparece en su colapso, ni se descomplejiza, sino que en su plena catástrofe nos amenaza con la extinción si no somos capaces de acabar con él y organizar un plan de vida para la especie. Todas las posibilidades están dadas en este sentido. No es una utopía. Y al mismo tiempo, estamos lejos, en las conciencias, de ese objetivo histórico, de un horizonte de posibilidad alternativo al capitalismo. Somos materialistas y no ilustrados, sabemos que es de las luchas de clases, que se han desarrollado en el último período y en las que vendrán seguro en el futuro, de donde nacerá esa necesidad histórica y la posibilidad de invertir la praxis del capital. Su praxis es homicida, homicida de los vivos y de los muertos.

 

Capital ficticio y planes burgueses

La crisis del coronavirus acelera y se vincula a la crisis más general del capital. Es muy importante entender esto de cara a las políticas fiscales y monetarias que están implementando los diferentes gobiernos europeos para frenar la actual parálisis económica.

La crisis provocada por el conoravirus invade el cuerpo de un paciente, el capital, que no goza precisamente de buena salud, un enfermo crónico que ha ido empeorando su salud en la última década. El origen de la enfermedad es una metástasis irreversible. El destino es seguro y cierto: la muerte del capital por su agotamiento histórico, por el agotamiento del valor y de su sustancia social, el trabajo. Los tratamientos paliativos empleados, la multiplicación del capital ficticio, alargan la vida del enfermo pero estallan en los momentos de crisis, como se pudo ver en la crisis del 2008 o en la actualidad en los movimientos de las bolsas mundiales. Y que no nos llamen exagerados, más bien lo contrario: somos simples anatomistas de la necrológica del capital. Es la OMS y muchos biólogos quienes nos dicen, por ejemplo, que este virus no es el último ni el más virulento que vendrá a amenazar nuestras vidas en el próximo tiempo histórico.

En este difícil contexto, las medidas aprobadas por los gobiernos no son sino paliativos que pretenden comprar algo de tiempo al futuro, un tiempo sin embargo cada vez más corto. Todo ello mientras se repite obsesivamente que esto es solo una crisis coyuntural, una crisis coyuntural, una crisis coyuntural… Como repite machaconamente Pedro Sánchez. Y bien sabemos que no es así, sino que nos encontramos ante una crisis de oferta (como dirían de manera pedante los economistas burgueses), es decir, una crisis debida a la dificultad de valorización del capital a la que se le añade el parón económico de estas semanas, que acelera y amplifica dicha crisis de oferta. Una crisis de la que no se va a salir con una simple inyección de liquidez, a través de los bancos centrales o de políticas de gasto fiscal, porque el problema son los beneficios que no están generando las empresas estas semanas por la parálisis de buena parte del tejido productivo. Obviamente no estamos afirmando el derrumbe inmediato del capital. Al capitalismo, en su ocaso, le queda aún mucho fuelle. Lo que afirmamos es que estamos entrando en una nueva época, la del agotamiento del capital como relación social, una época marcada cada vez más por las revueltas de nuestra clase y la crisis del capital.

Volviendo a las medidas del gobierno de Pedro Sánchez, en realidad no son tan ambiciosas como han presentado. 200.000 mil millones de euros, de los cuales 117.000 públicos y 83.000 privados. De los recursos públicos, en realidad, no se trata de dinero que invierte directamente el Estado, sino que éste se presentará como un mero avalista en caso de que no se cobren los créditos de las empresas privadas, con lo que se pretende evitar su bancarrota. Y ese es el secreto del plan. En buena medida, se pretende movilizar el crédito para financiar este tiempo de parálisis de la actividad económica privada. Al proletariado se le promete una moratoria del pago de las hipotecas y de los recibos para los sectores más vulnerables (en cualquier caso habrá que seguir pagándolos) y, sobre todo, se facilita de un modo masivo el despido de los trabajadores a través del uso de los ERTEs, aunque las empresas tengan ingentes beneficios. En eso ha quedado el reformismo de Podemos, en dedicarse a jalear como una conquista obrera que millones de trabajadores vayan al paro (con el beneplácito, como no podía ser menos, de sindicatos, patronal y bancos) y que vean reducidos de modo sensible sus ingresos.

Y de eso estamos hablando. De un ataque a las condiciones de vida del proletariado. De eso habla Pedro Sánchez cuando reafirma la importancia de la disciplina social. Ese será el contenido de este plan y de todos los «planes extra sociales» que nos prometen, hablando de un quimérico Plan Marshall o de una reconstrucción europea como la de la postguerra. El tiempo no es reversible, el futuro del capitalismo tiende a la catástrofe. Cuando hayamos superado el virus, como nos prometen, nada volverá a ser como antes. O mejor dicho, seguirá siéndolo, continuará la misma catástrofe capitalista pero de modo creciente y más en crisis. Las estrategias actuales de securización serán aprovechadas por la burguesía, y es que saben que el futuro inmediato en todo el mundo será de revueltas sociales y urbanas por doquier, como ya anticipa el 2019. Muchos de los despidos serán permanentes. La precariedad de los trabajos se profundizará. Los recortes sociales tratarán de financiar los incrementos de la deuda pública y privada.

El futuro nos depara una polarización social cada vez más aguda. Se dibujan dos bloques sociales antagónicos que representan dos modos de producción y de vida opuestos: capitalismo y comunismo. A los comunistas nos corresponde defender teórica y prácticamente la perspectiva comunista de abolición de la mercancía y el valor, de los Estados y de las clases, posibilidad que anida con fuerza en la crisis irreversible del capital. La polarización social creciente creará el terreno fértil del que podrá nacer la posibilidad de ese plan para la especie que satisfaga nuestras necesidades humanas y no las de la valorización del capital.

 

Frente a la Sagrada Familia del capital, defendamos nuestra vida a través del antagonismo social

Brasil – Es/Pt – Porto Alegre: Desobedezca – Viva!

Frente a las crecientes medidas de excepción por el Covid-19, en Porto Alegre salimos a colar unos afiches, para que el miedo no sea el único estímulo en las calles.

Porque sabemos que cuando el poder dice preocuparse por nosotros, necesitamos urgentemente desconfiar de él.

La normalidad que defienden, en estos tiempos de pandemia, saldrá triunfante de ella, con un control propio de un estado de guerra, impuesto en nombre de la salud y seguridad. Así, para nosotrxs, lxs anárquicxs, es imposible defender esa normalidad, no defenderemos una vida de miseria. Por eso, no retrocedemos al colmo de fomentar plataformas alternativas, consumos alternativos, espiritualidades alternativas, lecturas alternativas, sumisión alternativa que ayuden a pasar la cuarentena online.

Algunos recuerdos urgentes sobre nuestras decisiones y acciones anárquicas.

Para quien se pregunte por qué lxs anárquicos no podemos simplemente aceptar las órdenes de seguridad y prevención del Covid-19, queremos recordar que:

Lxs anarquistas, hace casi un siglo, decidimos no alimentarnos con la industria de muerte del consumismo, e aprendimos con nuestrxs compañerxs sobre vegetarianismo o naturismo. Prácticas que fuimos reforzando, después, con el veganismo, y aun con nuestro rechazo y combate contra los agrotóxicos y la comida industrial. Así, el FLT (Frente de Liberación de la Tierra) y el FLA (Frente de Liberación Animal) irrumpieran destrozando mataderos, granjas, criaderos, carnicerias… Y lxs anárquicxs atacamos supermercados y restaurantes como Mc Donalds, consientes de que eso no era alimento sino mercadería que nos envenena e debilita.

También decidimos y hace mucho tiempo, rechazar el control que el sistema de salud del Estado quiere constantemente imponer sobre nuestros cuerpos, uniformizando nuestras formas de nascer, de curar, de “higiene”, de alimentación. También nos negamos a aceptar, indiferentes, el sistema de “salud mental” de la psiquiatria, consientes de que esas son armas siniestras de la industria farmacéutica que controla buena parte del mundo, colaborando para formar una masa trabajadora medicada e conformada con la vida que le imponen. En respuesta, siempre tuvimos acciones, desde lienzos hasta ataques contra farmacias y farmacéuticas, que marcaron nuestro afán de librarnos de la “industria de salud”.

Lxs anarquistas, desde que comenzamos a nos decir anarquistas, cultivamos un sentido crítico que nos impide creer en los medios y voces oficiales de la dominación o de los falsos críticos, consientes de que estos mensajes no rechazan a la autoridad, que es nuestro rumbo, sino que llaman a la obediencia y a la normalidad. Con el pasar de los tiempos aprendimos pues, a desconfiar también de las nuevas tecnologías, de las “redes sociales” y de la avalancha desinformativa. Y, consecuentemente, atacamos sus antenas y canales de televisión, sus radares, los que nos controlan y vigilan día a día.

Nosotrxs nos negamos profundamente a obedecer, porque no reconocemos amos ni dioses ya que sabemos que su Dios, el dictador eterno, unido a los que dominan, es uno de los motores de la sumisión de la obediencia, de la falta de reflexión y decisión individual. Así, hace siglos que venimos quemando iglesias para liberarnos, con fuego, de ese dominio que adormece con esperanza a los que son explotados.

Y aún más, lxs anarquistas deseamos que el orden imperante se acabe y hicimos nuestra parte desde el magnicidio hasta la detonación de edificios.

Y al hacer una barricada, un día cualquiera, al quemar máquinas, bancos o unos carros de lujo, decidimos insistentemente, romper el flujo del capital, ese flujo que, los que aman el lucro, hoy día defienden a sangre, un flujo que sabemos garantiza el funcionamiento de la máquina.

Y mientras unos quieren que la máquina no pare, nosotros necesitamos destruirla porque es ella la que nos mata y enferma.

En resumen, porque los anarquistas decidimos atacar la dominación, hoy como ayer, no solamente alejamos nuestros cuerpos de sus venenos, nuestras mentes de sus manipulaciones y mentiras, sino que también nos preparamos para resistir. Como resistieron nuestros compañeros, años de aislamiento en las cárceles del F.I.ES. (régimen de aislamiento en España), en las cárceles de los Estados Unidos y en todas las cárceles.
Nos preparamos para resistir las torturas, como nuestros compañeros del caso “red” y Ilya Romanov en Rusia. Nos preparamos para resistir persecuciones eternas como Marco Camenish y Gabriel Pombo da Silva. Nos preparamos para combatir con todas nuestras fuerzas la vida de miseria que quieren imponernos, como combatieron, por casi 4 meses en las calles, los compas en Chile.

La paralización y la muerte del orden imperante es algo que siempre soñamos provocar, que el miedo no nos desconcentre. Las migajas del Estado no dejan de ser migajas a base de reformas en tiempos de crisis.

Por eso todo, y ciertamente por muchas más, por demasiadas razones de odio contra los que dominan, lxs anarquistas por la anarquía, no solamente llamamos a desobedecer, negándonos a retroceder frente a esta “crisis” globalizada. Llamamos a la desobediencia por la guerra social.
Y estamos llamando, desde diversas partes del mundo, sin coordinaciones ni mandos, a desobedecer y no quedarnos en prisión domiciliar, pero nunca para que retorne la normalidad ni para defender ninguna institución del estado, comercio o iglesia. No queremos una vida rendida al control, sino la vida libre que decidimos vivir, la que implica alto riesgo, la que nos hace correr la sangre en las venas. O sea, estamos llamando a desobedecer para estar donde siempre estuvimos: en defensa de la libertad y contra toda autoridad.

Desobedezca! Viva!

Anarquistas por la anarquia.

Porto Alegre: Desobedeça: Viva!

Diante das medidas de exceção, em Porto Alegre, saímos para colar uns cartazes para que o medo não seja o único estímulo nas ruas. A “normalidade” que, nestes tempos de pandemia, defendem sairá triunfante com um controle próprio dum estado de guerra, que estão impondo pela saúde e segurança. Então, para nós, os anárquicos, é impossível defender essa normalidade. Não será essa vida de miséria que defenderemos. Porque sabemos que quando o poder diz se preocupar conosco… precisamos urgentemente desconfiar. Assim, não recuamos nem fomentamos plataformas alternativas, consumos alternativos, espiritualidade alternativa, leitura alternativa, submissão alternativa e passar online a quarentena.

Algumas urgentes lembranças sobre nossas decisões e ações anárquicas. Para quem se pergunte porque xs anarquistas não podemos aceitar acriticamente as ordens de segurança e prevenção pelo Covid-19, queremos lembrar que:

Os anarquistas, há um século decidimos não nos alimentar com a industria da morte e consumismo, e aprendemos com nossos companheiros sobre o vegetarianismo, o naturismo, práticas que fomos reforçando logo com o veganismo e ainda mais com o rechaço e combate contra o veneno dos agrotóxicos e da comida industrial. Assim, o FLT (Frente de Libertação da Terra), o FLA (Frente de Libertação Animal) irromperam destruindo açougues, matadouros, granjas de morte, e os anárquicos atacaram supermercados, Mc Donalds, cientes de que isso não era alimento mas mercadoria, que nos envenenava e enfraquecia.

Também decidimos, há muito tempo atrás, rechaçar o controle que tenta impor o sistema de saúde do Estado sobre nossos corpos, uniformizando as formas de nascer, de se curar, de se limpar, de se alimentar; porque também nos negamos a aceitar indiferentes o sistema de “saúde mental” da psiquiatria, cientes de que essa uniformização apenas servia às industrias farmacêuticas que controlam boa parte do mundo e aos desejos de ter uma massa trabalhadora, medicada e conformada com a vida que impõem. Assim, desde faixas e publicações até ataques contra farmacêuticas marcaram nossa procura de nos libertar da industria da “saúde”.

Porque os anarquistas desde que começamos a nos chamar como tais cultivamos um senso crítico que no impede acreditar na mídia e nas vozes oficiais da dominação ou de seus falsos críticos, cientes de que essas mensagens não são de rechaço à autoridade, mas de obediência e normalidade, e assim aprendemos também a desconfiar das novas tecnologias, das redes “sociais” e da avalanche des-informativa. E em consequência, atacamos suas antenas e canais de tv, e também os celulares que nos vigiam e controlam nos isolando e abobando cotidianamente.

Nos negamos a obedecer porque não reconhecemos amos nem deuses, já que sabemos que o Deus ditador eterno unido aos que dominam é um dos motores da submissão, obediência e irreflexão. Assim, há séculos queimamos igrejas, para nos liberar com fogo desse domínio que adormece com esperança aos que são explorados.

Porque desejamos que a ordem imperante se acabe, e fizemos nossa parte desde o magnicídio, o regicídio, até a detonação de prédios. Porque ao fazer uma barricada, um dia qualquer, ao queimar as máquinas, os bancos ou uns carros de luxo, decidimos quebrar o fluxo do capital, esse fluxo que hoje os que amam o lucro e o controle defendem a sangue, e que sabemos garante o funcionamento da máquina. Uns querem que a máquina não pare, nos achamos que precisamos destruí-la porque é ela que nos mata e adoece.

Em resumo, porque nos decidimos a atacar à dominação e para isso não apenas afastamos nossos corpos de seus venenos, nossas mentes de suas manipulações e mentiras mas, e sobretudo, nos preparamos para resistir, como resistiram todos nossos companheiros aos regimes de isolamento, por anos, no F.I.E.S. (regime de isolamento nas penitenciárias da Espanha), nas prisões dos E.U.A. e em todas as cadeias, nos preparamos para resistir às torturas como resistem nossos companheiros do caso “rede” e Ilya Romanov na Rússia. Nos preparamos para resistir perseguições eternas como resistem Marco Camenish e Gabriel Pombo da Silva, para combater com toda nossa força a vida de miséria que nos querem impor, como combateram por mais de quatro meses xs compas no Chile.

A paralisação e morte da ordem imperante foi algo que sonhamos provocar, que o medo não nos desconcentre. As migalhas do Estado, não deixam de ser migalhas com reformas em tempos de crise.

Por isso e, certamente por muitas, demasiadas razões de ódio contra os que dominam, os anarquistas pela anarquia, não apenas chamamos a desobedecer nos negando a recuar diante de esta ou outra crise globalizada. Se chamamos a desobediência é pela guerra social. E estamos chamando, desde diversas partes do mundo, sem coordenações nem chefias, à desobedecer e não ficar na prisão domiciliar, mas jamais para que regresse a normalidade, nem para defender instituição nenhuma do estado, comércio ou igreja, mas para viver a vida livre que decidimos viver, ou seja para estar onde sempre estivemos: na defesa da liberdade e contra toda autoridade.

Desobedeça! Viva!

Anarquistas pela anarquia.

Chile – el combate no se detiene

COMBATIENDO EL AISLAMIENTO DENTRO Y FUERA DE LAS PRISIONES
CONTRA LA COMODIDAD Y EL ESTANCAMIENTO
NADA HA ACABADO
TODO CONTINÚA
SOLIDARIDAD CON GABRIEL POMBO DA SILVA
Y CON LXS COMPAÑERXS PRESXS EN CHILE, ITALIA, GRECIA Y TODO EL MUNDO.

Chile – aislamiento completo en la Cárcel de Alta Seguridad

El viernes 27 de marzo del 2020 la Cárcel de Alta Seguridad suspende de forma indefinida las visitas y encomiendas dejando en la práctica completamente aislados a los distintos presos que se encuentran rehenes del Estado. No podemos entender estas medidas de forma distinta a una acción represiva que lejos de buscar una “cuarentena” o medidas sanitarias deja a nuestrxs compañerxs presos a merced de sus carceleros sin la posibilidad de comunicación ni ingresos de elementos básicos para la higiene y la subsistencia.
Recordemos que en esta prisión se encuentran secuestradxs cumpliendo condena Juan Aliste, Marcelo Villarroel, Juan Flores, Joaquín García, Mauricio Hernandez Norambuena y algunos prisionerxs de la revuelta.
Hoy la ciudadanía consigue “permisos de tránsito” para abarrotarse en los supermercados e ir a producir, aún en las comunas con cuarentena total.
¡No aceptamos este aislamiento total disfrazado de medida sanitaria!
¡No dejaremos que sepulten a nuestrxs compañerxs en prisión!

 

 

Reflexiones sobre la huelga de alquileres desde Vancouver

La llamada Vancouver ha sido en los últimos años un lugar de relativa
paz social – la intervención anarquista en las políticas locales ha sido
empujada a las sombras. Tras décadas de agitación y acción
insurreccional, las cosas se apagaron – alguna gente se marchó, sufrió
represión, luchó con el embate diario del capitalismo, o por sus propias
razones dio un paso atrás.  Aún en las sombras es donde florecemos, y
más recientemente la acción y análisis anarquistas han estado ocurriendo
en una fase semi-pública en la llamada Vancouver.
Una de tales iniciativas es la Huelga de Alquileres de Vancouver
(rentstrikevan.ca), un esfuerzo descentralizado para proveer a las
interesadas de recursos para hacer huelga a la par que agitar los fuegos
de la guerra de clases. Surge como resultado del COVID-19, un síntoma de
las interseccionadas e inseparables crisis del capitalismo, la
civilización y el colonialismo.
Agitar por la huelga de alquileres es una escalada de tensión. La fuerza
de la huelga de alquileres  viene de su número así como de la
organización y radicalidad de sus huelguistas -tanto como un mensaje
accesible es necesario para construir una participación masiva, mientras
un mensaje radical es necesario para cultivar e inspirar la acción.
Recordar la necesidad de una diversidad de tácticas y voces lleva al
establecimiento de Huelga de Alquileres Vancouver, que se erige en
contraste con los esfuerzos más reformistas de Vancouver Tenants’ Union.
A pesar de este entendimiento nos encontramos aún caminando en una fina
línea, y luchando por decidir si debemos participar en la política de
producir un discurso respetable. Reconociendo nuestro contexto local, y
la falta de un movimiento anarquista visible, nos hemos tirado a la
piscina y hemos decidido participar, con cautela. Participar en el
activismo nos da la impresión de que nos forzamos a ensombrecer nuestros
sueños más insurgentes y es agotador. Sin embargo, nos encontramos
incapaces de pagar nuestros alquileres, o queremos experimentar el no
pagarlos en tanto que la participación es necesaria. El capitalismo no
sólo nos fuerza a ir a trabajar, sino que parece que es infinitamente
capaz de constreñir nuestros deseos.
Otra tensión surge en torno a la idea de riesgo e identidad. Las huelgas
de alquileres
Another tension emerges around the idea of risk and identity. Las
huelgas de alquileres, por su naturaleza, confrontan el capital y el
proyecto colonial – por lo tanto plantean un riesgo significante para
sus participantes- Simultáneamente, las políticas de riesgo han llevado
a muchas a desacreditarlas. Muchas activistas demandan una huelga que no
ponga a nadie en riesgo, particularmente a las más vulnerables. Mientras
nosotras coincidimos en que es una noble intención, nuestras vidas están
siempre en riesgo – evitarlo es imposible y contendría muchos deseos de
lucha ofensiva. Por supuesto gente diferente, tiene razones muy
legítimas para tener diferentes umbrales de aceptación  del riesgo. Así
que queremos ser explícitas cuando decimos que no podemos garantizar la
seguridad de nadie y cualquier otra persona que lo prometa miente. Con
esto en mente, aquellas que se sientan suficientemente enfadadas o
“seguras” deberían unirse a nosotras y suspender su alquiler el 1 de
Abril.
A través de la huelga esperamos actualizar más los deseos compartidos al
oído entre colegas, los gritos salpicados en los muros de la ciudad y el
odio hacia este sistema impreso en nuestros corazones. Solidaridad con
todas las huelguistas de alquileres. Solidaridad con todos los golpes de
la huelga contra la crisis del capitalismo, colonialismo y civilización.
Solidaridad con aquellas que viven en la calle que no pueden suspender
sus alquileres, aún resistiendo en cada aliento.
Por una creciente revuelta y realización de nuestros deseos.