“El propósito del terror y sus actos es extorsionar totalmente a los hombres para que se adapten
a su principio, de modo que ellos también, en última instancia, reconozcan un solo propósito: el de la autopreservación. Cuanto más inescrupulosos sean los hombres en su supervivencia, más se convertirán en títeres psicológicos de un sistema que no tiene otro propósito que el de mantenerse en el poder”.
Leo Löwenthal, 1945
Aquí vamos. Hace unas horas, se declaró un estado de emergencia sanitaria a nivel nacional. Casi un cierre total. Calles y plazas semidesiertas. Prohibido salir de la casa sin una razón considerada válida (¿por quién? por las autoridades, por supuesto). Prohibido juntarse y abrazarse. Prohibida la organización de cualquier iniciativa que proporcione incluso un mínimo de presencia humana (desde fiestas hasta asambleas). Prohibido estar demasiado cerca. Suspensión de toda socialidad. Advertencia de permanecer encerrado en casa tanto como sea posible, aferrándose a algún aparato electrónico en espera de noticias. Obligación de seguir las directrices. Obligación de llevar siempre una “autocertificación” que justifique sus movimientos, aunque salga a pie. Para quienes no se sometan a esas medidas existen sanciones que pueden suponer el arresto y la detención.
¿Y todo esto por qué? ¿Por un virus que sigue dividiendo a los mismos expertos institucionales sobre su peligrosidad real, como lo demuestran las mismas controversias entre virólogos de opiniones opuestas (sin mencionar la indiferencia sustancial mostrada por muchos países europeos)? Y si en lugar del coronavirus, con una tasa de mortalidad del 2-3% en todo el mundo excepto en el norte de Italia (quién sabe si es el ácido nucleico que se degrada al entrar en contacto con la polenta, o si es el delicado linaje del Valle del Po), hubiera llegado éstas tierras un Ébola capaz de diezmar la población en un 80-90%, ¿qué habría pasado? ¿Se pasaría directamente a esterilizar los focos de contagio mediante bombardeos?
Ciertamente, considerando los vínculos entre la dinámica de las sociedades industriales y la moderna concepción occidental de la libertad, no es sorprendente que se aplique una política que impone el arresto domiciliario y los toques de queda a todas las personas para frenar un contagio viral. Lo que es sorprendente, en cualquier caso, es que tales medidas se transpongan de manera tan pasiva, no sólo toleradas, sino introyectadas y justificadas por casi todas las personas. Y no sólo por los juglares de la corte que invitan a todo el mundo a quedarse en casa, no sólo por los ciudadanos respetables que se animan (y controlan) mutuamente, seguros de que “todo irá bien”, sino incluso por aquellos que hoy -frente al infeccioso hombre del saco- ya no están dispuestos a escuchar los (hasta ayer aclamados) estribillos contra el “estado de excepción”, prefiriendo tomar partido a favor de una materialidad fantasmagórica de los hechos. Por lo que vale la pena, ya que nunca como en los momentos de pánico (con el eclipse de la razón que conlleva) las palabras resultan inútiles, volvamos al psicodrama popular en curso en el Belpaese, a sus efectos sociales más que sus causas biológicas.
Si este virus vino de murciélagos o de algún laboratorio militar secreto, ¿cuál es la diferencia inmediata? Nada. Una suposición es tan buena como otra. Más allá de la falta de información y de conocimientos más precisos en este ámbito, sigue siendo válida una observación trivial: en realidad, virus similares pueden ser transmitidos por ciertas especies animales, al igual que puede haber alguien más cínico o descuidado entre los numerosos aprendices de brujo de las “armas no convencionales”. ¿Y qué?
Dicho esto, debería ser muy obvio que en el mundo actual es la información la que decreta lo que existe. Literalmente, sólo existe lo que se habla en los medios de comunicación. Lo que no dicen no existe. Desde este punto de vista, tienen razón los que sostienen que para detener la epidemia, bastaría con apagar la televisión. Sin el alarmismo mediático que se ha levantado a su alrededor, inicialmente sólo aquí en Italia, nadie habría prestado mucha atención a una forma inesperada de gripe, cuyas víctimas habrían sido recordadas sólo por sus seres queridos y algunas estadísticas. No sería la primera vez. Esto es lo que ocurrió con las 20.000 víctimas causadas aquí en Italia desde el otoño de 1969 por la influencia de Hong Kong, la llamada “influencia espacial”. En esa época los medios de comunicación hablaban mucho de ello. Desde el año anterior venía sembrando la muerte en todo el planeta, sin embargo, se consideró simplemente como una forma de influencia (gripe) más virulenta de lo habitual. Y eso fue todo. Después de todo, ¿podéis imaginar lo que habría causado la proclamación del estado de emergencia en Italia en diciembre de 1969? Las autoridades podrían haberlo hecho, pero sabían que no podían permitírselo. Habría sido la insurrección. Tuvieron que conformarse con el miedo sembrado por las masacres de Estado.
Ahora bien, ¿es sensato creer que un virus del extremo oriente ha explotado en el mundo con tal virulencia sólo aquí en Italia? Es mucho más probable que sólo aquí en Italia los medios de comunicación decidieron destacar la noticia del brote. Que se trate de una elección voluntaria o de un error de comunicación, podría ser, a la larga, objeto de debate. Lo que es demasiado obvio, por otra parte, es el pánico que han desatado. Y ¿a quién y qué beneficia?.
Porque, debemos admitir, no hay nada más capaz de sembrar el terror que un virus. Es el enemigo perfecto, invisible y potencialmente omnipresente. A diferencia de lo que sucede con los yihadistas de Oriente Medio, su amenaza se extiende y legitima la necesidad de control casi indefinidamente. Sólo hay que vigilar ocasionalmente a los posibles torturadores (a algunos), pero siempre las posibles víctimas (todas). No es sospechoso “el árabe” que deambula por lugares considerados sensibles, sino el que respira porque respira. Si un problema de salud se convierte en un problema de orden público, si se piensa que la mejor manera de curar es reprimir, entonces queda claro por qué uno de los candidatos al puesto de super-comisario de la lucha contra el coronavirus era el ex jefe de policía en la época del G8 en Génova 2001 y actual presidente de la principal industria bélica italiana (pero como los negocios son los negocios, al final prefirió un gerente con formación militar, el director gerente de la agencia nacional de inversión y desarrollo empresarial). ¿Se trata tal vez de responder a las demandas expresadas en el Senado por un conocido político, que declaró que “ésta es la tercera guerra mundial que nuestra generación se ha comprometido a vivir, destinada a cambiar nuestros hábitos más que el 11 de septiembre”? Después de Al-Qaeda, aquí está Covid-19. Y aquí están también los boletines de esta guerra a la vez virtual y viral, el número de muertos y heridos, las crónicas de los frentes de batalla, la narración de los actos de sacrificio y heroísmo. Ahora bien, ¿de qué ha servido la retórica de la propaganda de guerra en el curso de la historia, si no es para dejar de lado cualquier divergencia y movilizarse para unirse en torno a las instituciones? En momentos de peligro, no debe haber divisiones y mucho menos críticas, sino sólo un apoyo unánime bajo la bandera de la patria. Por lo tanto, en estas horas dentro de los edificios, se airea la idea de un gobierno de salud pública. Sin olvidar un primer efecto secundario nada inoportuno: quien desentone [NT: el discurso oficial, se entiende] sólo puede ser un derrotista, digno de ser linchado por alta traición.
Como ya se ha dicho, no sabemos si esta emergencia es el resultado de un proyecto estratégico premeditado o de una carrera para intentar reparar un error. Sin embargo, sabemos que – además de aplanar cualquier resistencia a la dominación quee la industria farmacéutica sobre nuestras vidas – servirá para extender y consolidar la servidumbre voluntaria, para hacer que la obediencia sea introyectada, para acostumbrarse a aceptar lo inaceptable. ¿Qué podría ser mejor para un gobierno que hace tiempo que ha perdido toda apariencia de credibilidad y, por extensión, para una civilización que claramente se está pudriendo? La apuesta lanzada por el gobierno italiano es enorme: establecer una zona roja de 300.000 kilómetros cuadrados como respuesta a nada. ¿Puede una población de 60 millones de personas actuar repentinamente y ponerse en manos de quienes prometen salvarlos de una amenaza inexistente, como un perro Pavlov babeando al simple sonido de una campana? Éste es un experimento social cuyo interés en los resultados trasciende las fronteras italianas. El fin de los recursos naturales, los efectos de la degradación del medio ambiente y el constante hacinamiento anuncian el desencadenamiento de conflictos en todas partes, cuya prevención y gestión por parte del poder requerirá medidas draconianas. Esto es lo que algunos ya han llamado “ecofascismo”, cuyas primeras medidas no serán muy diferentes de las adoptadas hoy por el gobierno italiano (que de hecho sería el deleite de cualquier estado policial). Para probar tales medidas a gran escala, Italia es el país catalizador adecuado y un virus es el perfecto pretexto transversal.
Hasta ahora los resultados para los ingenieros de anime parecen emocionantes. Con muy pocas excepciones, todo el mundo está dispuesto a renunciar a toda libertad y dignidad a cambio de la ilusión de la salvación. Si el viento favorable cambia de dirección, siempre pueden anunciar que el peligroso virus ha sido erradicado para evitar el efecto bumerán. Por el momento, han sido los reclusos asesinados o masacrados durante los disturbios stallados en una treintena de prisiones después de que se suspendieran las visitas. Pero obviamente no se trata una vergonzosa “carnicería mexicana”, sino de un encomiable control de plagas italiano. El hecho de que la emergencia ofrezca a las autoridades la posibilidad de adoptar públicamente un comportamiento que hasta ayer se mantenía en secreto se puede ver también en los pequeños hechos de las noticias: en Monza una mujer de 78 años visitó la policlínica porque sufría de fiebre, tos y dificultades respiratorias, fue sometida a TSO [Tratamiento Sanitario Obligatorio] después de haberse negado a ser hospitalizada por sospecha de coronavirus. Dado que el TSO, establecido en 1978 por la famosa ley 180, sólo puede aplicarse a los llamados enfermos psíquicos, esa hospitalización forzada fue un “abuso de poder” (como les gusta decir a las bellas almas democráticas). Uno más de los muchos cometidos a diario, sólo que en este caso no fue necesario minimizarlo ni ocultarlo, y se hizo público sin la más mínima crítica. De la misma manera, siete extranjeros culpables de… jugar a las cartas en un parque. Es lo mínimo que podría pasarle a los posibles propagadores de la plaga carentes de “sentido de la responsabilidad”.
Sí, responsabgigantescogigantescogigantescoilidad. Esa es una palabra que está en boca de todos hoy. Hay que ser responsable, un impulso que se martillea constantemente y que traducido por el neolenguaje del poder sólo significa una cosa: hay que obedecer las normas. Sin embargo, no es difícil comprender que es precisamente obedeciendo como se evita toda responsabilidad. La responsabilidad tiene que ver con la conciencia, el feliz encuentro entre la sensibilidad y la inteligencia. Llevar una máscara o estar encerrado en casa sólo porque un funcionario del gobierno lo dictó no indica responsabilidad activa, sino obediencia pasiva. No es el resultado de la inteligencia y la sensibilidad, sino de la credulidad y la habilidad condimentada con una buena dosis de cobardía. Para que sea un acto de responsabilidad debe surgir del corazón y la cabeza de cada individuo, no ser ordenado desde arriba e impuesto bajo la amenaza de un castigo. Pero, como es fácil de adivinar, si hay una cosa que el poder teme más que cualquier otra, es precisamente la conciencia. Porque es de la conciencia que nace la protesta y la revuelta. Y es precisamente para esterilizar toda conciencia que somos bombardeados 24 horas al día por los programas de televisión más triviales, entretenimiento telemático, charlas de radio, melodías de teléfono… un gigantesco proyecto de formateo social cuyo propósito es la producción de idiotez en masa.
Ahora bien, si se consideran las razones aducidas para declarar esta emergencia con un mínimo de sensibilidad e inteligencia, ¿qué saldría de ello? Que un estado de emergencia inaceptable ha sido declarado por razones no razonables por un gobierno poco fiable. ¿Puede ser creíble un Estado que ignora las 83.000 víctimas causadas cada año por un mercado en el que tiene el monopolio, y que le da un beneficio neto de 7.500 millones de euros, cuando pretende establecer una zona roja en todo el país para frenar la propagación de un virus que, según muchos de los mismos virólogos, contribuirá a causar la muerte de algunos centenares de personas que ya están enfermas, e incluso a matar a algunas de ellas directamente? ¿Tal vez ha pensado alguna vez en bloquear fábricas, centrales eléctricas y automóviles en todo el país para evitar que 80.000 personas mueran por la contaminación del aire cada año? ¿Y es este mismo Estado que ha cerrado más de 150 hospitales en los últimos diez años el que ahora pide más responsabilidad?
En cuanto a la materialidad de los hechos, permitidnos dudar si realmente queremos enfrentarnos a ella. Seguramente no lo querrán los siniestros imbéciles que, ante la masacre llevada a cabo en todos los ámbitos por esta sociedad, sólo son capaces de vitorear la venganza del “buen Estado benefactor” (con su salud pública y sus grandes obras útiles) sobre el “mal Estado liberal” (tacaño con los pobres y generoso con los ricos, totalmente desprevenido y mal preparado para afrontar la “crisis”). Y menos aún los buenos ciudadanos dispuestos a quedarse sin libertad para obtener migajas de seguridad.
Porque enfrentarse a la materialidad de los hechos significa también y sobre todo considerar lo que quieres hacer con tu cuerpo y tu vida. También significa aceptar que la muerte pone fin a la vida, incluso a causa de una pandemia. También significa respetar la muerte, y no pensar que puedes evitarla confiando en la medicina. Todos vamos a morir, todos nosotros. Es la condición humana: sufrimos, nos enfermamos, morimos. A veces con poco, a veces con mucho dolor. La loca medicalización, con su delirante propósito de derrotar a la muerte, no hace más que arraigar la idea de que la vida debe ser preservada, no vivida. No es lo mismo.
Si la salud – como la OMS ha venido afirmando desde 1948 – no es simplemente la ausencia de enfermedad, sino el pleno bienestar físico, mental y social, es evidente que toda la humanidad está crónicamente enferma, y ciertamente no a causa de un virus. ¿Y cómo se debe lograr este bienestar total, con una vacuna y un antibiótico a tomar en un ambiente aséptico, o con una vida vivida en libertad y autonomía? Si los hospitales pasan tan fácilmente la “presencia de parámetros vitales” como una “forma de vida”, ¿no es porque han olvidado la diferencia entre la vida y la supervivencia?
El león, el llamado rey de los animales, símbolo de la fuerza y la belleza, vive una media de 10-12 años hasta que es libre en la sabana. Cuando está en un zoológico seguro, su vida útil puede duplicarse. Encerrado en una jaula, es menos hermoso, menos fuerte, es triste y obeso. Le han quitado el riesgo de la libertad para darle seguridad. Pero de esta manera ya no vive, a lo sumo puede sobrevivir. El ser humano es el único animal que prefiere pasar sus días en cautiverio en lugar de en la naturaleza. No necesita que un cazador le apunte con un rifle, está voluntariamente entre rejas. Rodeada y aturdida por las prótesis tecnológicas, la naturaleza ya no sabe lo que es. Y está feliz, incluso orgulloso de la superioridad de su inteligencia. Habiendo aprendido a hacer las matemáticas, sabe que ocho días como un ser humano es más que uno como un león. Sus parámetros vitales están presentes, sobre todo el considerado fundamental por nuestra sociedad: el consumo de bienes.
Hay algo paradójico en el hecho de que los habitantes de nuestra titánica civilización, tan apasionados por los superlativos, se pongan nerviosos frente a uno de los microorganismos vivos más pequeños. ¿Cómo se atreven unas pocas decenas de millonésimas de pulgada de material genético a poner en peligro nuestra existencia pacífica? Es la naturaleza. Dicho brutalmente, hablando entre nosotros, considerando lo que le hemos hecho, también sería justo que acabara con nosotros. Y todas las vacunas, cuidados intensivos, hospitales en el mundo, nunca podrán hacer nada al respecto. En lugar de pretender domesticarla, deberíamos (re)aprender a vivir con la naturaleza. En sociedades salvajes, es decir, sin relaciones de poder, no en los estados civilizados.
Pero esto implicaría un “cambio de comportamiento” que sería muy mal recibido por los que nos gobiernan, por los que quieren gobernarnos y por los que quieren ser gobernados.
[12/3/20]
traducido de:
https://finimondo.org/node/2442